El corazón del guerrero

No esperaba este exabrupto de Pérez Reverte; si bien es cierto que, aunque siempre lo consideré hombre culto, nunca terminó de gustarme esa forma suya de decir las cosas de forma tan descarnada y lenguaraz. Pero, para gustos…los colores.

Un señor al que le cabe la gran dicha de sentarse en el sillón T  de la Real Academia de la Lengua debería contar, tanto en su vocabulario como en su código ético, con palabras como Respeto, Tolerancia, Sensibilidad, Igualdad…y dejarse de tantos “huevos” y tanta mala baba.

¿Será verdad que nos estamos “belenizando”?  Algo debe haber de cierto en eso que dicen que esa a la que llaman “princesa del pueblo”, ejerce un influjo poderoso entre nuestros conciudadanos, ya sean plebeyos o nobles.

Este señor, que abomina de la sensibilidad del exministro Moratinos, se atreve, paradójicamente, a reflexionar en una novela suya que, como dicen que lo cortés no quita lo valiente voy a recomendarles su lectura porque es una auténtica delicia; pues, el Señor Pérez Reverte, en  El pintor de batallas, reflexiona sobre la crueldad de las guerras y la crueldad del hombre. Lo hace a través de la óptica de un fotógrafo de guerra; óptica que conoce a la perfección, pues él mismo fue reportero bélico, como todo el mundo sabe.

Un hombre que se atreve a reflexionar sobre estas cuestiones tiene que hacerlo, por fuerza, guiado por sus sentimientos de sensibilidad, si no, cómo podría preguntarse si es lícito fotografiar de forma fría y calculada la “carne cruda” a un paso de la muerte, de los heridos de guerra. Este mismo hombre se debate entre respetar el dolor y el pudor que siente el herido a un paso de la muerte; y el hecho de ser consciente, como también lo somos nosotros, de que si el fotógrafo antepusiera el sentimiento a su trabajo, nunca veríamos la cara del horror y la injusticia en el rostro de esos hombres y mujeres que mueren cada día, muchos anónimamente, a causa de guerras absurdas.

El hombre es cruel por naturaleza, más cruel incluso que cualquier animal.

Cuando Markovic, uno de los personajes de la novela, pronuncia el famoso pensamiento de Plauto: “El hombre es un lobo para el hombre”. Faulques, lo corrige: “No insulte a los lobos. Son asesinos honrados. Matan para vivir.” Dicho de otra manera, el hombre, según Faulques: “…no es más que un riguroso hijo de puta”.

Ya, en alguna ocasión, hablando de “Memoria Histórica”, Pérez Reverte dice del español que es “cainita” por naturaleza: “ Cualquiera que haya leído historia de España sabe que aquí todos hemos sido hijos de p/u/t/a. Todos”

Probablemente tenga usted razón, y todos tengamos que asumir nuestra parte de culpa, pero de ahí a que usted tache de analfabetos a los que han tenido la decencia histórica de hacer una ley tan necesaria, pienso yo, como la de la Memoria Histórica, que no persigue más fin que devolver la dignidad a muchas víctimas “sin nombre” de la Guerra Civil, de uno y otro bando ¡¡cuidado!!, pues ya es hacerlo fuera del tiesto, me va usted a perdonar.

No soy tan culta como usted, pero tampoco “analfabeta”, y me duele que se burle de esa manera de tantas familias, entre ellas la mía, que necesitamos que se restituya la memoria de nuestros muertos.

Pero claro, resulta que por uno de esos “silogismos históricos” suyos, a esos muertos no los fusiló el franquismo, sino que son víctimas de que , en este país: “Hemos fusilado tarde y mal, y no ha servido de nada. El momento histórico era ese, el final del siglo XVIII. Las cabezas de Carlos IV y de Fernando VII en un cesto, y de paso de algunos obispos y unos cuantos más, habrían cambiado mucho, y para bien, la Historia de España”.

Perdone mi analfabetismo, pero lo que yo vengo a sacar en claro es que Franco, la Guerra Civil, 40 largos años de Dictadura, y todos los muertos que este periodo se llevó por delante, son la consecuencia directa? de que no rodaran tan reales cabezas. No digo yo que no sea una forma inteligente y ocurrente  de verlo , a mi, desde mi analfabetismo no se me hubiera ocurrido; pero claro, señor mío, si seguimos remontándonos en el tiempo, haciendo esa particular  “Memoria Histórica”, es posible que la culpa de todos los males la tenga el mismo Dios Todopoderoso, que, dicen, tuvo la osadía de crear el mundo en siete días y le dio tiempo a descansar uno.

No me cabe en la cabeza, cómo un hombre como usted, que es capaz de tender la mano a la mismísima ternura, aunque ésta se esconda bajo la áspera cáscara del dolor: “Había noches sin alba, sombras últimas que eran el final de todo, y días pintados con paleta de sombras”.

Escribiendo estas cosas, que te erizan la piel, cómo es posible que no haya tenido usted el valor de respetar esas lágrimas de emoción, que nos brotan de manera espontánea  en algunas circunstancias de la vida, por muy ministro que uno haya sido.

Hombres y mujeres, incluidos también las ministras y los ministros, deben tener derecho a emocionarse y no sentir vergüenza por ello, ni estar expuestos a que los linchen. Está visto que en este país no acabamos con el machismo por muchas leyes de igualdad que se aprueben, y esto sí que debería darnos vergüenza.

Señor Pérez Reverte, dejó usted las guerras para ponerse a escribir, pero tal vez omitiera un acto importante: despojarse de la armadura.

Créame, el corazón del guerrero, también necesita descanso; es más, el guerrero necesita ese descanso para darse cuenta de que tiene un corazón. Y usted, lo tiene, a tenor de las cosas hermosas que es capaz de escribir.

Los hombres y las mujeres, crecemos como personas cuando somos capaces de desnudar el corazón ante los demás y dejar brotar las sonrisas, las caricias, las palabras temblorosas, las lágrimas, con total naturalidad.

José Mª Toro, a quien admiro mucho, escribió en Educar con co-razón, cuya lectura le recomiendo: “…las lágrimas son un don, una gracia divina que nos hace humanos, una invitación a una alegría más honda y serena, porque quien no puede llorar, tal vez tampoco pueda regocijarse de veras”.

Yo sí creo que el exministro tuvo los “huevos necesarios” para irse, y lo demostró de la mejor manera, siendo hombre, dejando su corazón al descubierto.

Mª José Vergel Vega