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A ÁNGEL CAMPOS, UNA TARDE DE INVIERNO

A veces sólo un gesto es suficiente
para salvar el día.
Y escribir tal vez es ese gesto
que prolonga el latido de los pulsos
hasta la sed secreta de los párpados”
(Ángel Campos, La voz en espiral)

Os hablaré hoy de un poeta. Ángel parecía haber surgido del silencio. Mirarlo transmitía calma. Su mirada, profunda, siempre parecía estar buscando algún verso; porque para Ángel, escribir, era ante todo, mirar.
Se me ha ido Ángel Campos, poeta callado, de versos amargos, pero repletos de dulzura. Parece que fue ayer cuando lo conocí una “tarde parda y fría de invierno”, en una de las sesiones de un Taller Literario. Llegó sin hacer ruido, con su porte de poeta sencillo, con sus libros-tesoros bajo el brazo y una sonrisa verdadera en los labios. Recuerdo que elogió unos versos que yo había escrito, ya se sabe que los poetas somos seres vanidosos y nos gusta, aunque no lo digamos, que nos regalen el oído. Aquel elogio, tan sencillo, me sirvió para dar forma a un poemario que nació del silencio y que es una parte inseparable de mí misma. Ese poemario es Dauseda, cuyos versos deben mucho a aquel encuentro tan entrañable con Ángel Campos, y a dos de sus libros: La ciudad blanca y Siquiera este refugio.
De Ángel dijo Santiago Castelo que era un hombre de “ vuelta de muchas amarguras”. Supo dar a esa amargura, a ese dolor de vivir, forma de verso. ¡Qué difícil es dar forma poética a las aflicciones sin caer en la ñoñería! Pero Ángel supo hacerlo, supo encontrar el lado dulce de lo amargo.
A todos nos descubrió Lisboa, esa Lisboa tan suya que quiso compartir con nosotros, generosamente, a través de esos versos tan verdaderos de La ciudad blanca; una Lisboa que se muestra ante el poeta y ante nosotros, lectores, de todas las formas y colores posibles:

Lisboa, bajo el celaje tenue del otoño, es casi un cuadro cubista tendido en la ladera”.

Confieso que te he utilizado, Ángel. Calaste en mí tan hondo aquella tarde, que siempre, en casi todo cuanto escribo, permanece tu huella imborrable. Tus versos de La ciudad blanca, subyacen en una carta de amor que escribí no hace mucho y que tiene como fondo Lisboa, la que pintan tus versos y la que mis ojos de turista novata, contemplaron extasiados un día.
Gracias por enseñarme que la poesía puede decir aquello que parece no poder ser dicho, aquello que está tan profundo y tan sin forma que no parece poder ser expresado con palabras. Pero la poesía posee en sí misma esa magia, es capaz de crear palabras para nombrar lo innombrable.
Te empeñaste en apresar con tus versos aquellos tiempos azules y más o menos despreocupados de la infancia: “Pintar tan sólo para preservar el desierto”
Escribir para preservar, qué hermosa tarea ésta, querido Ángel. Escribir para poner a salvo esos paraísos que todos poseemos, para redimirlos del tiempo, ese tiempo cruel que no guarda la compostura debida con las cosas que amamos, incluso más que a nosotros mismos. Ponerlos a salvo, aunque muchas veces esa hazaña nos haga daño:

Volver es como un largo
silencio abandonado,
huella de un cuerpo trunco
que ha cumplido su ciclo,
un grito adentro
que casi nadie escucha.


¡Qué bien lo expresan estos versos tuyos! Muchas veces nos sentimos así. Quisiéramos, con los versos, presentar ante los demás nuestros anhelos, nuestras esperanzas, nuestras desazones, nuestro amor, nuestro dolor… pero todo queda en un grito silencioso que nos taladra por dentro.
Gracias Ángel por ser poeta. Gracias por ser un hombre cercano a lo que verdaderamente importa; cercano a las cosas sencillas, a esas cosas que, sin darnos cuenta, vamos perdiendo en el devenir irremediable de los días.
Siento, Ángel, que es momento de confidencias, por eso me atrevo a confesarte, que cuando releo La semilla en la nieve, dádiva amorosa hacia tu madre, me recorre un escalofrío, y no sé muy bien qué me pasa; pero, de pronto, siento miedo, miedo a perder con el tiempo la sonrisa de mi madre, su forma misma de mirar, de moverse; pero sobre todo tengo miedo a perder sus manos, porque tú lo sabes bien, las manos de una madre son sagradas. Nos faltan sus manos y nos sentimos desvalidos… y nos habita una sensación de vértigo, como si siempre estuviéramos a punto de caer al vacío.
El hombre necesita de alguien que le de calor para seguir empujando la nostalgia y la vida, como tú bien dices. Porque el hombre, en esencia, es un ser trágico. Somos conscientes de la certeza de la muerte y en cada gesto de la vida, nos damos cuenta, de que a ella nos dirigimos; unas veces, pocas, con resignación; otras, pocas también, con naturalidad; y las más de las veces, con angustia.
Últimamente, habito con demasiada frecuencia las urgencias de los hospitales. En una de esas visitas, no pude por menos de sonreír a una viejecita que salía de la consulta, y a la que efusivamente abrazaron sus nietos. Los tranquilizaba diciendo que todo estaba bien, que era una tontería el haberla traído porque a ella, aún le quedaba mucho por hacer en este mundo. Decía que no le asustaba la muerte en absoluto; a su edad, la muerte es una compañera invisible y silenciosa que camina a tu lado, a la que hay que acostumbrarse sin lloros ni lamentos. Le sonreí a aquella viejecita tan entrañable, porque pensé que así debería de ser, que todos deberíamos aceptar la muerte sin estrépitos, de forma natural, pues hacia ella caminamos de forma cierta. Pensé, Ángel, que la muerte debía ser como un hondo silencio, un nuevo lugar en el que recalar, sin angustias ni temores.
Sin embargo, nos pueden más el dolor y el desconsuelo, en palabras de Antonio Gamoneda “Arden las pérdidas…” Es cierto, Ángel, muchas son las veces en que nos pueden las pérdidas; sentimos la sensación pesada y fría de que no hemos de poder con las ausencias; aunque como tú muy bien dices en estos versos, las pérdidas son menos pérdidas si las pensamos, si las revivimos a través de la memoria y a través de la poesía: “Sé que mientras pueda decirte/no habrá olvido/que del espacio de tu nombre/ha de brotar/abiertas sus dos sílabas/la semilla en la nieve”.
¡Ay, Ángel, cómo he sentido tu muerte! ¡He leído tantas veces tus versos, que es como si te hubiera conocido desde siempre! Te confieso que estoy profundamente triste, y confieso también, que hoy, me pueden las derrotas. No sé cómo hacer para poblarme de sonrisas y descubrir la hermosura del mundo en las pequeñas cosas que nos rodean, como tú sabías hacer tan bien.
En medio de tanta desolación, hay algo que viene a rescatarme de mis naufragios particulares. Mi hermana, que me conoce bien, me hizo llegar un regalo por mi cumpleaños: tu libro La vida de otro modo, que recoge toda tu obra poética. Ha sido como volver a reencontrarme contigo después de tanto tiempo, como si estuviéramos de nuevo, en aquel Taller Literario. He visto de nuevo tu sonrisa y tu mirar profundo. He imaginado el vuelo plácido de los pájaros aquella tarde de invierno en la que me descubriste también la poesía de Sophia de Mello. Dijiste que para Sophia la poesía era algo capaz de apresar en sus alas al pájaro de lo real. Yo imaginé el poema como ese pájaro que surca el cielo moviendo levemente las alas, sin urgencias ni estrépitos. Así ha de ser como se ha de sentir el poema, como ese bálsamo azul que pone el vuelo de los pájaros cuando la tarde va muriendo, lentamente, por las colinas.

He sentido el silencio y he vuelto a releer tus poemas que han puesto ante mí, de nuevo, la ternura y el dulzor de todo cuanto se nos ha dado; y acepto, porque es ley suprema, que dentro de la ternura y del dulzor , habitan también de forma inexorable el dolor y la amargura. Yo no sé vivir, Ángel, si no es al refugio, seguro y amable de la poesía; por eso quisiera terminar con esta súplica tuya, hermosas palabras que quisiera no olvidar nunca, por más que el tiempo sea cruel y se empeñe en borrar los recuerdos:

“Concededme siquiera este refugio, este lugar al sol donde escribir sin culpa, libremente, donde cada palabra sea un acto de amor que se hace piedra, flor del sueño, sed de nubes. Siquiera este refugio, esta orilla secreta, donde todo es más fácil”

Estaba pensando, Ángel, que quizá sea esa la actitud a seguir: ver la vida de otro modo.

En Torrejoncillo a cuatro de Enero de dos mil nueve.

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