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Santiago lonxe do sol…

Santiago lonxe do sol…

 

“Se quedarán mis cosas sin mí desconcertadas” (José Mª Valverde)

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Un bombero rescata a una niña del tren descarrilado el pasado 24 de julio en Santiago de Compostela - CEDIDA

Se marcha la tarde al otro lado de la ventana. Anoto en mi Cuaderno de Hadas que estoy profundamente triste.

Llueve sobre mi corazón y a la memoria acude el madrigal que escribiera Federico: “Chove en Santiago/meu doce amor…

Las campanas de mi alma tañen por los muertos.

La última vez que cogí un tren, alguien que me ponía dulce la vida, agonizaba en la sala fría de un hospital. Por eso, para mí los trenes tienen más que ver con la muerte que con la vida.

A lo largo de los días, me he dado cuenta de que para ganarnos el calificativo de “humanos” tenemos que hacer nuestro el dolor de los otros.

A Grandeira fue la antesala de los que aquella tarde no les quedó más remedio que esperar que el anciano Caronte les condujera al Hades.

Aquella tarde de Julio, preludio de fiesta grande, llovió sobre Santiago un dolor denso, pesado y chirriante.

Lloró el botafumeiro lágrimas de incienso, y el Apóstol bramó clemencia a los cielos desde su caballo blanquísimo.

Comprendimos, una vez más, cuán frágil es la frontera que separa la vida de la muerte, el mundo del inframundo.

El tren, mecánica metáfora de la vida, en un parpadeo, en lo que dura la trayectoria de una curva a vueltas con el vértigo indecente de la velocidad, nos invita a ocupar nuestros asientos en vagones  que conducen a la muerte, al acabarse todo, a la lluvia ácida de no volver a ver, a sentir, a quienes amamos con toda el alma.

¡Qué dura se torna la vida de los vivos, cuando faltan los muertos que no debieron morir!

Me siento a llorar con la cabeza entre las rodillas y espero, más pronto que tarde, sentir la mano de mi madre en la espalda, como cuando era niña…

En aquel tiempo azul de la infancia nunca llegaba la sangre al río y el llanto, no pasaba de ser una forma inocente de llamar la atención. Pero hoy, los equipajes se me muestran diseminados entre los restos de hierro y vidas que se fueron, y el llanto es terrible y verdadero y ya no hay mano que lo calme. Me duele pensar que son equipajes que se preparan para la muerte sin tener conciencia de ello.

Me da pudor imaginar lo que cada uno iba haciendo o pensando, o soñando, en el momento mismo de entrar en el último túnel. Me pregunto cómo será la vida para quien llevará marcado a fuego el estigma de tantos muertos inocentes en sus retinas. Cómo puede un hombre ver el mundo que le quede por vivir a través de unos ojos que están condenados a estar despiertos hasta el fin de sus días. Cómo se puede soportar por toda la eternidad la memoria de unos muertos que no  estaban preparados para morir.

¡Pobres muertos diseminados en las vías! Me duele que no tuvieran la oportunidad, el golpe de gracia de despedirse de los vivos, de dar un último beso a los que amaban, de cogerlos de la mano para que el trance les fuera más llevadero. Me duelen los muertos que ya para siempre callarán lo que tantas veces no se atrevieron a decir.

Ahora que la lluvia interpreta su sinfonía metálica sobre las vías muertas, es hora de dejarlos marchar, de poner sus sombras en manos del Barquero del Estigio.

¡No temáis! Yo guardo el óbolo que os conducirá al Paraíso. Siempre que se le pague lo convenido con el más allá, Caronte cumplirá su parte del trato.

En lo alto del Monte do Gozo, un peregrino solo, se descubre la cabeza a pesar de la lluvia y, rodilla en tierra, la riega con el líquido caliente de sus lágrimas. Mira el camino de leche por el que se guía y en el cáliz de su vieira se bebe la memoria de cuantos, sin saberlo, partieron del lado de los vivos una tarde, preludio de fiesta grande en Santiago.

A solas con mis naufragios, un temblor me estremece. Caronte  se aleja remando eternamente, viejo y cansado, en pie sobre su barca. Ha cumplido la palabra dada.

A través de la ventana me llega el olor nuevo de la tierra mojada. Conforme inspiro, aprieto fuerte el Cuaderno de Hadas contra mi corazón. Sé que una lluvia monótona sigue cayendo sobre Santiago…en mi mente, como una letanía, los versos imprescindibles de José Mª Valverde:

“Oh , Señor, anestésiame la muerte
como a tantos les haces con la vida”.

Mª José Vergel Vega

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