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El tesoro de Doña Panta

Buscando entre mis cuadernos, he encontrado unos apuntes que bien podrían formar parte de un diario. No sé si recuerdan a Julita, esa niña eterna que se parece un poco a la niña que fui, y que me ayudó a escribir esos artículos de  «Aquellos maestros de antaño»…En fin, para no aburriros con introducciones farragosas, esencialmente lo que quiero decirles, es que he pensado que algún miércoles que otro, me tomaré la licencia de ir dándoles cuenta de esto que llamaremos «Aquellas cosas de Julia». ¡¡Buen provecho!!

Hay casas que guardan en todo un aire cadavérico, como si nada en ellas pudiera ya volver a la vida, o tal vez esa vida nunca existió en casas como la de Doña Panta.

Doña Panta era una viejecita atemporal. Nadie, ni siquiera ella misma, podría saber a ciencia cierta la edad  que tenía. Era amable, de mirada profunda y escrutadora. Tenía un pelo blanquísimo, recogido en un moño enhiesto y riguroso.

Caminaba a duras penas, ayudada por un bastón de madera que había heredado de sus padres. Era admirable como aquel bastón había aguantado tantos años la joroba terrible de aquella mujer que parecía andar a cuatro patas.

Se desplazaba muy despacio, arrastrando las zapatillas y tambaleándose de tal manera que a mí se me antojaba, que a poco que se descuidara, se desplomaría y quedaría en el suelo hecha un ovillo.

Doña Panta era empalagosa, de esas viejecitas que te cogen con sus manos huesudas y arqueadas por la artrosis y te besan una y otra vez, dejándote  babas por todos lados.

¡Te he dicho que no te limpies los besos!– me advertía más de una vez la abuela, a quien yo siempre acompañaba  a casa de tan jurásica señora. Pero la mano se me iba como un resorte a las mejillas para quitarme los restos de saliva con que me había remostado la viejita.

Doña Panta olía a baúl, a esas arcas en las que guardamos la ropa antigua y en las que ponemos bolas de alcanfor para que no se la coma la polilla.

Doña Panta olía a alcanfor.

Su casa era lúgubre como boca de lobo, con las ventanas cerradas siempre a cal y canto, y eso que eran enormes. Por ellas se hubiera colado todo el sol del mundo; pero la única luz que entraba era la procedente de la lámpara de araña que colgaba, amenazadora, del techo   del salón.

Un día en el que no podía más con el peso de aquel misterio, se lo pregunté a la abuela, que me dijo que era porque Doña Panta estaba de luto.

 Aquella araña luminosa no era la única que colgaba de los altísimos techos de   aquella casa, también había otras que se afanaban en tejer telas sutilísimas y que no eran luminosas precisamente. Cada visita que hacíamos, yo me entretenía en contarlas:

¡Abuela, hoy ya hay siete!, le dije un día a la abuela por lo bajinis.

¡Niña, a ver si dejas de fijarte en tonterías!, me respondía la abuela, añadiendo que la pobre de Doña Panta era tan viejita que no podía limpiarlas.

Pero, lejos de conformarme con la justificación de la abuela, yo para mis adentros pensaba que si Doña Panta no podía, para eso estaban las asistentas del hogar, lo que pasaba era que Doña Panta tenía que ser la reina de la tacañería. Y entonces le dedicaba una mirada aviesa y con muy mala uva, que si la abuela la hubiera sorprendido, me hubiera vuelto a dar un pellizco en el brazo.

La casa de Doña Panta debía de ser enorme, aunque, a decir verdad,  yo sólo conocí dos de sus estancias: la entrada, que sólo se iluminaba cuando se abría la puerta_ y esto ocurría en contadas ocasiones_, estaba adornada por cuatro pedestales que sostenían a cuatro santos-porteros con una cara se sufrimiento que, nada más entrar ya se me había descompuesto el estómago. Y hasta que nos marchábamos, tenía la sensación de que me corrían cucarachas tripas arriba y abajo.

La otra estancia que llegué a conocer como la palma de mi mano era el comedor, en el que nos instalaba Doña Panta a la abuela y a mí todos los domingos por la tarde, en los que ambas cumplíamos  religiosamente con el precepto cristianísimo, de visitar a aquellos que nadie visitaba. Aquello, en vez de comedor, parecía una sacristía, había santos de toda clase y condición: María Inmaculada, Santa Rita, Santa Eulalia, Santa Bárbara Bendita, un Sagrado Corazón  de Jesús sangrante, San José, San Isidro y otros tantos de los que no recuerdo ahora sus nombres. Todos ellos con sus altarcitos correspondientes, adornados con flores artificiales de pésimo gusto y con las velas de rigor encendidas.

Aquel comedor, como era lo lógico, olía a cera encendida y a alcanfor; un olor denso y mareante que se pegaba al cuerpo y que no  se desprendía de mi vestido blanco de domingo, hasta que no corría todo lo deprisa que podía al llegar al Paseo Alto, donde la abuela Julia y yo aprovechábamos los últimos rayos del sol del domingo.

El mobiliario era el preciso. En casa de Doña Panta no había nada que no hiciera falta. En el comedor había un gran sofá tapizado en un marrón chocolate que tenía los brazos desgastados¸dos sillones orejeros, en uno de ellos se sentaba Doña Panta que quedaba como sepultada en él, y en el otro, no me cabe duda, su difunto esposo porque cada vez que la extraña señora lo nombraba, miraba resignada hacia él, moviendo de arriba abajo la cabeza y suspirando largamente. Completaba el conjunto una mesa camilla chirriante, cubierta por un tapete amarillento y gastado, como todo en aquella casa. Pero lo que más me llamaba la atención en aquel comedor, era una impresionante cómoda de madera oscura labrada, en la que guardaba Doña Panta, como un tesoro,  las galletas María con las que me obsequiaba cada vez que íbamos a visitarla.

Y aquellas galletas María, tres galletas tres, que Doña Panta esperaba a que yo diera buena cuenta de ellas, con las manos cruzadas sobre el vientre y mirándome arrobada ,  sabían a alcanfor. Palabra de Julia.

Mª José Vergel Vega

 

 

 

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2 Comments

  1. CMC

    Estoy de acurdo con Ricardo.
    Esperemos la llegada de más miercoles con Julia!!!!

  2. Kantalgayo89

    Nuevamente magistral. Te metes de lleno en la lectura y te transportas casi sin quererlo a la casa de esta señora, te llegan hasta los olores. Perfecta descripción. Leer estas cosas, María José, es una gozada.

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