De sabios y maestros.

De sabios y maestros.

Convoco hoy, en esta hermosa mañana de Julio, la voz luminosa de Moustaki, el cantor de Alejandría, a quien tanto escuchamos con Antonio en clase de Francés en aquel Medina Cauria de nuestros pasos adolescentes. Quiero que mi palabra os conduzca hacia la esperanza, porque es tiempo de vivir, de soñar, de saber que personas como Antonio no terminan nunca de marcharse y nos acompañan y nos alientan a seguir construyendo la vida en comunidad a través de su legado.

Pero soy consciente de que una cosa es la necesidad de encontrar nuevos incentivos tras la pérdida de una persona tan importante para cuantos aquí nos hemos convocado y otra muy distinta no poder evitar que la tristeza y el desaliento nos aflore de manera irremediable.

Encabeza Pilar Fernández el prólogo de este último libro de Antonio Alviz, que hoy presentamos,  con un verso hermoso y terrible de Luis García Montero: «La ausencia es una forma de invierno». Sólo los poetas son capaces de expresar con tanta precisión el ciclón de sentimientos que nos produce la pérdida del ser querido.

Así es, las ausencias nos dejan desabrigados, al pairo de los temporales de la existencia. De repente un día, sin saber muy bien cómo, te das cuenta de que la vida se va marchando cuesta abajo, demasiado cuesta abajo,  y no sabes si podrás controlar su devenir caprichoso. Eres consciente de que te faltan esas personas que amortiguaban el dolor y los naufragios, que reparaban tus frágiles alas de cera. Parafraseando a Rosa Montero, los que se van se llevan un pedazo del universo que habitamos y los echamos de menos de una manera tan brutal que es muy difícil encajar de nuevo las teselas de ese otro pedazo de universo en el que, malgré tout, a pesar de todo, seguimos instalados.

 Pero también te das cuenta de que la memoria es guardiana del recuerdo de lo que fueron y de la impronta que nos dejaron. Y sabemos que la cabalgata de elefantes amarillos seguirá pasando ante nosotros y con ella iremos encontrando las fuerzas necesarias para seguir el camino, porque con nuestros actos seguiremos honrando la memoria de quienes tanto quisimos y tanto nos quisieron.

Se me ha pedido que este espacio que me corresponde lo llene con palabras que dibujen lo que Antonio fue como profesor y como pieza importante para el desarrollo y el arraigo de la cultura en nuestro pueblo.

Se me agolpan tantos sentimientos que me vais a perdonar  si salen díscolos, enrevesados o algo nerviosos. Antonio era tantas cosas que me es imposible encerrar su legado  en unas pocas palabras, que para colmo se me antojan torpes.

Antonio creía en la vida en conjunto, en sumar esfuerzos e ilusiones, en el trabajo codo con codo, en el paso a paso, en el valor de las pequeñas cosas, porque muchos pocos hacen un mucho. Por eso, me atrevo a decir, que formó parte de todas y cada una de las asociaciones de Torrejoncillo, el pueblo del que estuvo enamorado cada segundo de su vida y para las que trabajó de manera incansable y altruista.

No sé por qué, cuando pienso en él, me viene siempre a la cabeza este proverbio árabe:

«Libros, caminos y días, dan al hombre sabiduría».

Y es que él era así en todas las facetas de su vida, un tipo sencillo, humilde, irónico, divertido, maestro de quevedianos conceptos, de chiste inteligente, enemigo del halago fácil, curtido en la sabiduría que da el ser consciente de que el sabio es aquel al que le queda todo por aprender. Y él lo era, ¡vaya si era un sabio!, de los que no se dan importancia que es lo más complejo. Para muestra nos queda un buen puñado de libros, artículos, colaboraciones en distintos medios,   investigaciones históricas, su labor impecable como cronista oficial de Torrejoncillo…

Que Torrejoncillo sea hoy un pueblo rico y vivo en manifestaciones culturales, se lo debemos en gran parte a Antonio Alviz. Llegados a este punto, os voy a contar una anécdota. Resulta que en aquel ya lejano 1981, año en el que a todos se nos encogió el corazón, porque a un grupo de militares ridículos se les ocurrió que querían pasar a la historia rodando un mal western en el Congreso de los Diputados, templo de la democracia recién conquistada. Ese mismo año, en Torrejoncillo, un tal Antonio Alviz y otros entusiastas, decidieron crear una asociación que se encargara de hacer CULTURA con mayúsculas y de velar por ella. Así es como nació la Asociación Cultural de Torrejoncillo, después de patear muchos caminos y llamar a muchas puertas. Cultura que es libertad y progreso para los pueblos.

 Nadie como él ha sabido rescatar del baúl del tiempo perdido nuestra intrahistoria. Nadie como él para insuflar vida nueva al espíritu de aquellas buenas gentes de «La Quema» que supieron recomponerse y escribir nuestra historia sencilla y memorable desde lo local.

He tenido muchos maestros, muchos profesores y profesoras a lo largo de mi vida. Pero dos de ellos tienen una lugar especial en la cajita de mi corazón: Dª Remi, la maestra de aquellos días azules y despreocupados de la infancia y Antonio que supo encarrilar mi adolescencia a través de ese amor por el francés que tan bien supo transmitir. Yo hubiera reemplazado el tiempo dedicado a las matemáticas por el tiempo para disfrutar , para balbucear mis primeras palabras en una lengua que no era la mía, pero que llegué a sentir como tal, para ilusionarme con el progreso de las primeras frases con sentido, para conjugar por fin a la perfección los verbos avoir y être… el ser o no ser de esta lengua hermosa y sonora. Se me pasaban las horas muertas llenándome de la luz de Alejandría que me traían  las canciones de Moustaki, el desgarro vital de la «Môme Piaf», «el pequeño gorrión» lleno de fuerza en «La vie en rose» o «La foule», el dolor de Jacques Brel y su «Ne me quitte pas», la ironía del Antonio más genuino en la letra de «La mauvaise réputation» de uno de sus favoritos, Georges Brassens. Y tantos y tantas más.

Hay amores eternos, y este idilio mío con el francés lo es, y el culpable es Antonio Alviz, no me cabe duda. Os diré, para vuestra curiosidad, que son muchos los correos electrónicos que nos hemos enviado Antonio y servidora a lo largo de los años y siempre mezclábamos en ellos el francés y el español. Nosotros lo llamábamos «franciñol».

En fin, podría seguir llenando de palabras mi locura como diría Federico, pero creo que basta con un «Gracias, Antonio» por aportar tu granito de arena y hacerme como soy, que no me disgusta.

Decía Paul Valéry en su poemario «El cementerio marino»:

«Le vent se léve, il faut tenter de vivre».

Aunque en muchos momentos nos soplen los vientos de la tristeza por no poder tenerlo entre nosotros físicamente, hemos de seguir viviendo de manera intensa, incluso espoleados por la pérdida. Antonio, ese hombre sencillo y sabio al que tanto quisimos, seguirá prendido en nuestro recuerdo, en la fuente de su sabiduría que sigue brotando cantarina en cada uno de  nuestros corazones.

Volviendo a Moustaki, no nos queda más remedio que déclarer l`etat de bonheur permanent, porque nadie como nosotros hemos sido tan dichosos de haberlo conocido, por eso, y sobre todo por eso, es tiempo de vivir.

Mª José Vergel Vega

Sección: Aquellas pequeñas cosas

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