
Elogio de la palabra.

Este «Elogio de la palabra», que escribí para el acto de presentación de Torrejoncillo. De los orígenes al siglo XVI de Don Antonio Alviz Serrano, merece formar parte de esta sección «Aquellas pequeñas cosas».
Casualidades de la vida, que sabemos caprichosa, aquel Abril placentero de 2019 se nos tornó hoy aciago y triste.
Se nos ha ido Antonio Alviz, profesor, cronista, escritor, gran lector, conversador, hombre bueno enamorado de su pueblo, al que tanto queremos.
Nos deja su marcha un vacío difícil de llenar, pero sé que a pesar de tanta tristeza, siempre encontraremos refugio en las palabras que nos dejó escritas, que son muchas.
Sea este humilde artículo, mi personal homenaje a ese hombre sabio que tantas cosas me ha enseñado.
«La historia…testigo de los tiempos, luz de la verdad, vida de la memoria, maestra de la vida, testigo de la antigüedad».(Cicerón)
Se me antoja que Abril es un mes hermoso para acoger una nueva criatura en nuestro regazo lector. Y a eso se nos ha convocado aquí esta noche, a dar la bienvenida a un pedacito importante de nuestra historia, a re-cordar, a volver a pasar por el corazón lo que sucedió hace ya tantas lunas. Así pues, muchas gracias por asistir y que sea con vosotros la palabra.
Decía A. Bioy Casares que «Escribir es agregar un cuarto a la casa de la vida». Y así es, palabra a palabra se va construyendo la casa, el templo de lo que fuimos, de lo que hoy somos y de lo que en ciernes seremos un día. Pasado, presente y futuro en sutil armonía para que nunca perdamos la senda de nuestro ser y nuestro estar en el mundo. La palabra nos ancla al mundo.
Dichosos, pues, los que poseen el don de la palabra y lo esparcen como semilla que hará germinar a la tierra, y dichosos los que en un acto de amor y valentía recogemos con ternura su cosecha porque sabemos que jamás nos sentiremos vacíos. La palabra nos habita.
Se escribe, indudablemente, porque se tiene algo que decir, porque algo muy fuerte se abre paso entre lo que sentimos y las ganas de decirlo, aunque sea con un cierto y necesario pudor, entre lo que pensamos y la desolación del papel en blanco. Se escribe por la premura de calmar nuestra conciencia y la conciencia del que nos lee. Otras veces, es verdad, se escribe para causar un maremoto en el náufrago que acude sediento al libro, y quizá no encuentre del todo la isla desierta que buscaba. Se escribe para remover conciencias. Sea como fuere, se escribe para reafirmarse en el mundo, para reparar los desconchones que tienen la mala costumbre de aparecer y reaparecer cada día. Las palabras tienen entonces brazos de madre que nos abrigan en momentos de desconcierto y nos resguardan contra la apatía y la desidia.
Un libro es un lugar al que volver en casos de necesidad, leve o extrema. Los libros deberían de estar en el centro de nuestro paraíso emocional. Si observamos bien, en cualquier rinconcito de lo que somos nos revolotea una palabra, nos recorre el temblor de una historia leída o contada.
La palabra es la herramienta más perfecta de la que disponemos los humanos para cincelar sueños e ilusiones, para conjurar miedos y transitar caminos inciertos. La palabra, si volvemos la mirada a Platón, es conocimiento, memoria, alma, tiempo y espacio, historia que se pone en pie y camina entre nosotros. La palabra nos lega el don precioso del lenguaje. La palabra nos humaniza.
Fijaos si será poderosa, que todos los dioses, no importa la doctrina, la utilizaron para crear el mundo, y lo hicieron a su imagen y semejanza. Quizá por eso las palabras tengan un carácter sagrado. Aquellos que lo saben, son capaces de sanar las heridas del mundo. Porque los libros nos salvan de muchas cosas. Los libros tienen un poder sanador. El que escribe, se reviste de carácter divino e invierte su tiempo en crear historias que son como mundos, a su imagen y semejanza también, y dejan libres las palabras para que vayan amueblando las estancias en las que habitará nuestra alma.
De todos es sabido que aquello que no se nombra, no existe. Lo que los labios no pronuncian, pronto cae en el pozo del olvido, parece que no hubiera sucedido nunca. Por eso, el escritor toma la palabra entre sus manos, la moldea con mimo a golpes de memoria y corazón y nos la ofrece como alimento, como dádiva preciosa y necesaria… aquel medio pan y un libro que decía Federico.
A veces, las palabras nos salen volanderas, se nos despegan del suelo y son como pájaros sagrados que se posan en las ramas de los árboles muertos, y ocurre entonces el milagro, porque la palabra es savia que produce el estremecimiento de aquello que quedó dormido. La palabra tiene el poder de volver a la vida lo que pareciera que jamás recobraría el aliento. La palabra nos invita a conmemorar la liturgia de la resurrección.
Por el poder que tiene la palabra se nos ha convocado también esta noche de Viernes de Dolores, noche de recogimiento y plegaria, a guardar memoria de nuestros orígenes, de lo que un día ya lejano fuimos y nos ha ido haciendo como somos, quizá muchas veces sin saberlo, sin ni siquiera intuirlo. El que quiere dejar constancia de aquello que fuimos se atreve a liberar las palabras del baúl de nuestros ancestros, ese que reposa en un sitio apartado del desván, al que muchas veces sólo tiene acceso, porque repara en él, aquel que sabe conjurar el discurrir del tiempo entre las telas que tejen las arañas. Hemos de agradecer a Antonio, ese acto de amor que supone el apartar las telas de araña , el abrir el baúl y ofrecernos lo que reposa dentro.
Aquellos que nos sentimos imbuidos por el poder de la palabra, habremos de desear con fuerza que las manos de los que escriben sigan conectadas al corazón y al testimonio de lo que fuimos, y nos vayan dejando miguitas para que nosotros encontremos en el camino que nos marcan, nuestras señas de identidad.
Que Clío, joven coronada de laureles, la que cantaba el pasado de los hombres y las ciudades, sepa guiarlos, como ha sabido guiar a Antonio, para activar el recuerdo y la memoria, ingredientes necesarios para escribir nuestra historia y nuestra intrahistoria.
Mª José Vergel Vega
Sección Aquellas pequeñas cosas