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Parias de la tierra

Parias de la tierra

Cuando los más privilegiados abrazamos  nuestros sueños, hay pasos que violentan a la noche. A esta isla sin tiempo donde habito, hasta este retiro de sirenas varadas y caracolas que gimen en la arena, llega el susurro mortecino de sus voces.

En este , al que llamamos mundo “civilizado”, nos damos a cumplir cada año con la tradición de “celebrar la Paz”. Y no reparamos en la incoherencia de permitir el éxodo hacia ninguna parte de los que huyendo de la guerra, buscan un lugar donde se les permita echar raíces de nuevo.

Parece que el ser humano cuando está instalado en una cierta zona de confort, se vuelve insensible al dolor de los otros, parias de la tierra que nos quedan lejos.

Decimos saber lo que es la solidaridad, la tolerancia, el amor, la paz…pero descuidamos ponerlas en práctica. Yo, personalmente, me avergüenzo de ello, de quedarme en la teoría, en los murales que adornan los pasillos y que, dicho sea de paso, lejos de pacificarnos nos han alterado los nervios. Me avergüenzo de no ser valiente e ir más allá de una buena vez.

No podemos consentir ese sistema de cuotas que queremos imponer a la búsqueda del auxilio que esas pobres gentes nos suplican cada día.

Cuando se trata de salvar vidas no podemos hacerlo con cuentagotas. La vida, cuando está en peligro, es algo que no puede esperar, porque la muerte acabará por ganar la partida. No podemos quedarnos impasibles cuando cada día la arena recibe su amarga cuota de cuerpos inertes, esos que el mar escupe cada noche. Pero el mar no es el culpable, sino nuestra falta de manos tendidas. Aquellos que consiguen que el mar les perdone su dolorosa existencia, recorren los caminos como fantasmas, dejando en sus huellas todo el dolor de estar vivos.

Somos tan deplorables, que lloramos más con cualquier serie de sobremesa que con la situación real, terriblemente terrible, de toda esa gente que no nos queda tan lejos. Como dice mi amigo Ernesto, la solidaridad es como el sol, que no siempre brilla con la misma intensidad; aunque, visto lo visto, el sol hace tiempo que dejó de brillar para ellos.

Algunas noches las olas, lejos de mecer mis sueños, me traen ante los ojos niños con el alma rota y el cuerpo maltrecho mendigando un rinconcito de paz; niños que perderán la sonrisa en su caminar hacia ninguna parte. Son los niños del éxodo, niños perdidos los llaman algunos, aunque éstos no llegarán a un Nunca Jamás amable. Acabarán presos de la “misericordia” de las redes de mafiosos, misericordia que nosotros estamos consintiendo con el mutismo de esta Europa tan vieja como insolidaria. Los pasos de los niños del éxodo se perderán definitivamente en algún tugurio de mala muerte donde los obliguen a prostituirse por un mísero plato de comida. Y nosotros seremos cómplices de ello y seguiremos actuando con todo nuestro descaro de Herodes insensibles, negándoles el derecho a una vida digna, y aún nos quedarán agallas para montar un paripé con celofán, palomitas y cánticos de esperanza para celebrar la paz.

A ningún niño deberíamos robarle la infancia. Si un niño no tiene la oportunidad de serlo, será un hombre al que han arrancado el corazón de cuajo y se sentirá vacío y condenado. Necesitamos que en la infancia, algún hada buena, nos conceda el deseo de habitar algún paraíso; así, cuando nos hagamos grandes, y nos sintamos náufragos, podremos recalar en él siquiera un ratito para aplacar la ansiedad y el miedo.

Esta vieja Europa se ha retratado como insolidaria, poniendo puertas al campo y no dejando que los que todo lo han perdido, los parias de la tierra, encuentren un pedacito de tierra en el que curar sus heridas.

Si es verdad que Dios existe, no permitiría que la gente pasara tanto, decimos cuando escuchamos el parte diario de calamidades. Pero, en ocasiones, los hombres somos mucho más crueles que los dioses, porque somos nosotros los que consentimos esta situación, y no  nos importa  seguir batiendo récords de indecencia y falta de compromiso.

¿Nos hemos parado a pensar que esos que caminan hacia ninguna parte podríamos ser nosotros mismos?

En nuestras manos está el buscar ese Nunca Jamás en el que los niños del éxodo vuelvan a ser niños y en el que esos a los que hemos condenado a ser los parias de la tierra, encuentren la dignidad y la decencia que entre todos les hemos arrebatado.

Mª José Vergel Vega

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