Ébola

Niña de cuatro años agonizando en la puerta de un hospital, causa: ébola. Niño de diez años cabeza de familia, resto de miembros fallecidos, causa: ébola. Y así pasaba el verano, y así desayunábamos cada día mojando el bollo en el café, como si nada fuera con nosotros. Hasta que el bollo se nos atragantó: dos misioneros expatriados fallecen contagiados de ébola.

Llegó el pánico y el desconcierto. Mascarillas, miedo y el más absoluto bloqueo cognitivo. Búsqueda de culpables. Es ahí cuando empezamos a retratarnos: una auxiliar de enfermería enterrada casi en vida por la prensa, una ministra que apenas maneja la situación para la que se supone que debía estar preparada y políticos que ponen en duda el derecho de cualquier ciudadano a ser repatriado. El titular para los que se agolpan en la puerta de la casa de la auxiliar pidiendo que se deje vivo al can, y la foto para los que mientras tanto, piden a pecho pulmón la cabeza de la ministra Mato.

¿Qué especie de mediocridad es esta? ¿Qué tipo de sociedad es esa donde cualquier riesgo que se preste adquiere la máxima dimensión trágica, desdibuja el plan de la realidad, y nos coloca en el más absoluto abismo? ¿Somos conscientes de que vivir en el primer mundo no nos libra de acontecimientos inesperados ni nos hace inmunes?

El ébola es el nuevo Prestige. La excusa que aparta de las pantallas el escándalo Puyol, que deja inadvertidas las “black card” y que da vía libre para atacar hasta el último de los componentes del partido que ocupa Moncloa. Se desata la epidemia y se da paso al análisis clínico pormenorizado: algo de gloria para Podemos, el fin del PP y la oportunidad de Pedro Sánchez.

Decisión acertada o desacertada, negligencia personal o decisión profesional de aquel que en su día a día asume los riesgos de su profesión… ¿Es esta la letra de cambio por la que deba medirse a todo un gobierno? ¿Es este el credencial de la mala gestión? ¿Es este el cheque al portador que deba forzar su dimisión?… Yo, por mi parte, tengo mis dudas.

Lorena Barrera.