Cuando nos habite el olvido

Cuando nos habite el olvido

Reconozco que tengo obsesión por el tema de la memoria y los recuerdos. A fin de cuentas son las teselas que conforman el mosaico imperfecto que somos.

Es triste, desesperadamente triste, verte un día frente al espejo y no reconocerte. Desesperadamente triste aceptar a trompicones, como única verdad absoluta, que la vida se te va entre las manos, como un pez esquivo.

Terriblemente triste y doloroso es no saber quién eres. No saber quiénes son esos que te rodean y que se dirigen a ti como si te conocieran desde el principio de los tiempos.

Desde estas líneas, quiero expresar mi agradecimiento al teatro por permitirnos indagar en los misterios de la mente, esa gran desconocida que a veces juega tan sucio con nosotros. La buena gente del teatro hace de las tablas un escaparate de la vida y la refleja tal cual es, con sus luces y sombras.

El balneario de Cíclica Teatro nos emociona desde la sencillez. No se puede tener más sensibilidad para tratar un tema como el Alzheimer que da tanto miedo.

¿Qué queda de una persona cuando se marchan los recuerdos?

¿Qué podemos hacer cuando nos es imposible manejar el sentido de la vida?

¿Cómo proceder cuando lo más cotidiano es una duna que nos engulle hasta aniquilarnos?

¿Qué sentido tiene el ir y venir sin saber de dónde, ni para qué, ni con quién?

¿Qué sentido tiene vivir cuando nuestra brújula ya no sabe señalar al norte?

¿Qué pasará cuando todo sea olvido? ¿Dónde agarrarse para seguir caminando y que merezca la pena?

Estas y otras muchas preguntas nos estallan en la cabeza, nos desasosiegan, cuando una se zambulle de pleno en El balneario.

No vale decir que esta función no va con nosotros, que esto les pasa a otros y que por mí pasará de largo. Todos, en algún momento, podemos sentirnos asediados por esta enfermedad que nos deja cautivos de su voracidad inmensa, de sus ansias de devorar los entresijos de la memoria.

Por suerte o por desgracia, esta vida cambalache da tantas vueltas, es tan caprichosa que, en cualquier momento podemos vernos obligados a cuidar  con nuestros miedos, nuestras inseguridades, nuestras vulnerabilidades, a aquellos que más queremos. Y, probablemente, debido a la arbitrariedad del existir, un día podemos ser nosotros los cuidados.

En la vida no todo es negro o blanco, por eso tenemos que dejar un resquicio abierto a la esperanza. En una hermosa carta de San Pablo a los Coríntios, se nos dice que el amor todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. Aunque no tengas nada, agárrate con fuerza al amor, porque es él quien nos  redime, quien nos hace no claudicar o nos muestra el camino para claudicar cuando llegue el momento con la dignidad precisa. Aunque te sientas perdido, toma mi mano y deja que te guíe por el camino. Habrá momentos de flaqueza en los que pensemos que jamás ganaremos la guerra contra un enemigo tan fiero que arremete contra nuestra identidad, contra la propia dignidad del ser.

Es fundamental la comunión entre cuidado y cuidador. Volver a pasar por el corazón, eso es recordar. Cuando los corazones se conectan, es posible dejar la noche atrás siquiera un momento, aunque sea efímero.

Decía Pascal aquello de que “el corazón tiene razones que la razón desconoce”. Esa es la fuerza de los corazones conectados a través de la fuerza del amor. Podemos creer que es posible viajar hacia la luz, la transparencia, la calma, el sentido de vivir. Es el amor quien nos protege, nos alumbra para atravesar la espesura de una selva que engulle gestos, palabras, la memoria de lo que somos y de lo que ya no seremos. Se impone con fuerza creer en el amor que nos tenemos para no soltar la mano del que está perdido, para acompañarlo en sus pasos torpes, para interpretar esos labios que no encuentran las palabras.

Carme Elías escribió un libro delicioso, que no puedo dejar de recomendar: Cuando ya no sea yo, en el que cuenta en primera persona el periplo por el que la está haciendo transitar esta enfermedad. Distingue Carme entre dos conceptos fundamentales: resistir y persistir. No se trata de aguantar lo que nos echen y resignarnos a llevar una vida carente de sentido, sino de “persistir”, de mantenerse constante y firme. Persistir es vivir el presente, exprimir la vida mientras le quede jugo y seamos capaces de saborearlo.

Es importante saber cuál es el límite de esa persistencia. No podemos imponer a nadie vivir lo que no quiera o no pueda asumir. Hay que persistir hasta donde nos permita el umbral de la dignidad, teniendo en cuenta que cada uno tenemos el nuestro.

Vivir es urgente, por eso no hay un momento que perder. Persistamos juntos para encontrar los cachinos de felicidad que podamos robar al enemigo.

Hemos de seguir reivindicando políticas humanizadas, que se dejen los cuartos en promover  la investigación que facilite la vida de los ciudadanos. Pero si vivir corre prisa, más prisa corre aún la esperanza de una vida más digna para aquellos que se adentran en el bosque en sombra del olvido.

Mª José Vergel Vega. Sección «Aquellas pequeñas cosas».

Nota: Las fotos que aparecen en este artículo pertenecen a Cíclica Teatro.

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