Marat -Sade o el despertar de la conciencia
Dice el director López Bellot que teatro es vida. El teatro es vida, ciertamente, vida pasada por el tamiz del arte, que le pone el entusiasmo y la enjundia necesaria para despertar conciencias amodorradas y conformistas. El teatro nos empapa de vida, derrama sobre nosotros el chaparrón con las siete verdades del barquero, esas que nos hacen falta para no dejarnos morir en medio de este panorama desolador en el que, las más de las veces, habitamos.
Marat-Sade, ya lo decía el director, no iba a dejarnos indiferentes. Se nos invitaba a mirar desde dentro , desde lo más profundo de nuestro ser y del ser de los otros. Unas veces esa mirada era frenética, otras el ojo se movía a cámara superlenta, para darnos tiempo a contemplar la suave caída de la gota de agua que sana heridas, o no; la dirección que tomará, o no, la hoja del puñal. Para llevar a cabo las cosas, es preciso pensarlas desde el prisma de la lentitud, del sobrecogimiento que nos produce lo que acontece.
Hubo momentos en este Marat-Sade que a quien escribe estas letras le parecieron sublimes. Momentos en los que todo transcurría tan lentamente, que el teatro nos permitía ver desde el estatismo de la escena los derroteros por los que transcurría nuestra conciencia y la conciencia de los personajes . Sería muy recomendable que hiciéramos este ejercicio de estatismo en nuestra vida cotidiana: quedarnos parados, mirar a nuestro alrededor desde nuestra condición de estatuas, e intentar comprender cuál es el remedio para poner solución a los males que enferman el mundo actual.
Banderas, patíbulos, vallas, iluminados demagogos, hombres que quieren ser dioses, dioses que desearían quitarse el halo de divinidad … por todos lados sordidez y desazón… campos de batalla en los que en nombre de los símbolos, la especie humana a lo largo de la historia ha sido capaz de lo mejor y de lo peor.
El montaje de Marat-Sade nos dejó en el aire unos interrogantes que cortaban como el puñal que escondía la atormentada Corday: si las revoluciones se hacen para liberar a pobres y oprimidos, a los parias del mundo, por qué a la postre, son los poderosos los que salen beneficiados.
A lo largo de los tiempos, también en el que ahora mismo estamos instalados, a todo aquel que se atreve a desafiar el orden establecido, se le toma por loco, ¿acaso se les encierra para que no muestren su cordura? La respuesta, hoy y siempre es afirmativa.
¿Cuál es la verdadera liturgia de la revolución? ¿Desde dónde se hace la revolución: desde uno mismo hacia los demás o desde éstos hacia uno mismo? ¿Es preciso cambiarse a sí mismo para cambiar el mundo? ¿Es preciso que el yo se diluya en la colectividad para que todo cambie? ¿Qué falla en la frontera entre el yo y el nosotros y por qué existe esa frontera? Quizá lo que falle es que el NOSOTROS no es exactamente una suma de individualidades. Lo que falla es que no nos damos cuenta de que para actuar con cordura y determinación es necesario dejarse besar por la locura, y pobre de aquel que no lo haga porque no habrá entendido nada, su vida estará vacía de contenido. Las revoluciones que en este mundo han sido no han triunfado de la manera que debieran porque, en esencia, no queremos cambiarnos a nosotros mismos y porque no queremos que el otro salga del agujero, que es el colmo de lo terrible.
El ser humano es capaz de grandes cosas, pero también de las peores. Unas veces rozamos lo divino , otras descendemos al infierno. Somos humanos y bestias en lucha continua entre nuestros ideales y nuestros instintos y en muchas ocasiones, los salvadores a los que nos confiamos, nos despeñan por el abismo.
Los actores y actrices de Marat-Sade, el texto de Weiss, sublimemente dirigido por López Bellot, hicieron en escena su propia revolución y tuvieron el gran acierto de involucrarnos en ella, de tomar partido, para bien o para mal. Nos removieron nuestra desgana de cuerdos, que no se abandonan a la hermosa locura de cambiarnos a nosotros mismos, por muy doloroso que esto sea. Toda metamorfosis encierra una cierta violencia, un dolor que nos hiere y nos libera. Como espectadores, sentimos el encogimiento y el sobrecogimiento de estar en medio de una escena que unas veces nos lanzaba voces que no queríamos escuchar y otras un silencio que desearíamos romper. Una escena que se parecía demasiado al mundo que habitamos. Sentimos el desasosiego de que esos pobres locos-cuerdos, de los que nos protegía la valla, nos intentaban decir que ya está bien del ande yo caliente y no hacer nada para rescatar del abismo, de los miles de abismos a los que la gente a nuestro alrededor se asoma a diario, a los que mueren cada día a causa de nuestra indiferencia.
El ejercicio más adecuado que nos toca hacer como hombres y mujeres es derribar, sin miramientos, las vallas que nos asfixian la conciencia y echarnos en brazos de la locura maravillosa de sabernos capaces de cambiar el mundo. Diciéndolo en palabras de Bertolt Brecht: “El regalo más grande que le puedes dar a los demás es el ejemplo de tu propia vida”.
Mª José Vergel Vega