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Sobre héroes y otros asuntos…

Os dejo, un miércoles más , esas cosillas menudas de Julia. ¡Buen provecho!

 

Para visitar a Doña Panta y a su ilustre hijo, la abuela Julia se ponía el traje negro de los domingos. Desde que murió el abuelo, jamás le había visto ponerse nada de color.

Siempre la recuerdo vestida de riguroso luto: vestido negro, rebeca negra, medias negras tupidas, zapatos negros curapiés por los juanetes,  y un velito negro que le tapaba la cara. A mí me daba mucha pena que la abuela se pusiera aquel velo, porque , palabra de Julia, la abuela era una mujer hermosa. Afortunadamente,  sólo lo llevaba cuando iba a misa y cuando visitábamos  a Doña Panta que era, por otra parte, como ir a la iglesia.

Fuera de este luto externo, la abuela Julia era una mujer alegre, que me quería más que a nada en este mundo y así me lo hacía ver.

Vivía en una ciudad pequeñita, pero preciosa, la Samara de los veranos felices de mi infancia. Su casa estaba en un barrio recoleto de casas bajas, casas de vecinos que en todo se ayudaban, y que cuando nos pasábamos un poco de la hora se asomaban a las ventanas y nos llamaban a coro: ¡Yoni, Tere, Julita…a cenaaarrr! y todas repetían a modo de coletilla final, mientras una tras otra se iban cerrando las ventanas: ¡¡Ay, estos niños pero qué guerra dan!!

La abuela decía que vivir allí era como estar en el pueblo. Su casa, como todas las del Barrio del Sol,  era una casa vieja de dos plantas no excesivamente luminosa, pero no era una casa triste como la de Doña Panta. Era alegre y confortable, con cortinas de flores y pajaritos y un pequeño jardín que para mí era como entrar en el paraíso: pendientes de la reina, geranios multicolores, rosales fragantes, trepadoras, violetas, pilistras, begonias, alegrías y tantas otras que me dejo en el recuerdo…

En el jardín transcurrían muchos de mis ratos de juego que, dada la doble condición de niña y en vacaciones, pues eran incontables. Ratos que compartía con la abuela que, o estaba lavando en la pila o haciendo punto a la sombra del rosal. Y la abuela Julia, sin despistarse un momento de lo que estaba haciendo, me contaba cosas de cuando ella era niña, o me cantaba por enésima vez o más la “Canción de los Pajaritos” de San Antonio, aquellos que entraban en el huerto y picaban el sembrado, los muy tunantes que decía la abuela.

Según la abuela Julia, San Antonio era uno de los pocos santos con los que se podía hablar de tú a tú, porque era campesino como ella lo había sido hasta que se vio obligada a trasladarse a Samara con el abuelo a buscar un trabajo con el que sacar adelante a su familia.

Aquella» Canción de los Pajaritos» estaba recogida en un libro pequeñito, un devocionario que la abuela guardaba en el cesto de la costura y que yo hojeaba una y mil veces , asombrándome de que pudiera haber tantas especies distintas de pájaros, y cómo aquel San Antonio los llamaba a todos por su nombre y los mantenía a raya para que no dieran buena cuenta del sembrado.

Desde entonces,  cuando alguien me preguntaba quién era mi héroe favorito yo respondía a boca llena que San Antonio, tres pepinos me importaba que el bruto de mi amigo Yoni estuviera todo el día de dios dándoselas de Sandokán con una toalla roja liada a la cabeza, o que mi amiga Tere quisiera de mayor tener un novio tan fuerte como Popeye; así que, tres pepinos me importaba que se rieran tirados por el suelo, jamás la abuela les cantaría la canción de los pajaritos… ¡Ale, palabra de Julia!

Mª José Vergel Vega

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