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Dimitri, el niño rumano de Chernobil

Conrado Granado Vecino nació en Torrejoncillo (Cáceres), el 4 de Julio de 1945. Como la mayoría de los niños huérfanos de la posguerra, fue internado primeramente en un colegio de Alicante y posteriormente en el Colegio de San Francisco, de Cáceres, donde eran recogidos los hermanos de la provincia. A los 14 años comenzó a trabajar como aprendiz en la Imprenta de la Diputación Provincial de Cáceres, aprendiendo la profesión de tipógrafo en el campo de las artes graficas. Posteriormente, y ya en Madrid, se licenció en Ciencias de la Información en la Universidad Complutense. Ha colaborado en publicaciones como Extremadura, Hoy, El País Semanal, Actual, Interviú, Sal y Pimienta, Villa de Madrid, Diario 16, Madriz, El Siglo, Demanda, Unión, Tiempo y otras. Trabajó como periodista en el Área de Comunicación de la Comisión Ejecutiva Confederal de la UGT, en Madrid. Además de ser autor de varias obras. Actualmente está jubilado, pero sigue escribiendo en una Web llamada “Periodistas en Español”, y de élla rescataremos algunos artículos publicados por nuestro paisano, el cual nos ha dado licencia para ello.

Datos recopilados de la sección de Personajes de TTN.

Dimitri, el niño rumano de Chernobil

Cuando acaban de cumplirse 25 años de la catástrofe nuclear de Chernobil, cuyas secuelas se dejan sentir todavía en miles de niños, condenados a padecer o morir, y cuando todavía humea la reciente catástrofe de Fukushima, quiero recordar la historia que conocí de primera mano hace unos años relacionada con el tema. Es la historia de Dimitri, al que yo bauticé en su día como El niño rumano de Chernobil, y que probablemente hoy, si es que vive, será un hombre, un emigrante más entre los varios millones que habitan entre nosotros. Es el homenaje a Dimitri, y a todos los niños afectados por las dos catástrofes, la rusa y la nipona.


Cuando conocí la historia, las huellas de Chernobil permanecían en Coslada, un pueblo del cinturón industrial de Madrid, y estaban escritas en el cuerpo de uno de sus alumnos, según me contó una maestra: se llamaba Dimitri, y para ella siempre sería su niño rumano de Chernobil, aquel al que enseñó a leer y a escribir, recibiendo a cambio un cariño inenarrable en forma de agradecimiento. Era todo lo que podía dar un niño que había nacido disminuido por efectos de la catástrofe rusa, y que acabaría convirtiéndose con el tiempo en hijo de inmigrantes. Como logopeda y pedagoga, la maestra había trabajado con diferentes niños inmigrantes: rumanos, polacos, marroquíes, ecuatorianos, colombianos…, hijos de la diáspora a la que sus padres se vieron arrojados en busca de una vida mejor. Pero Dimitri, nacido en los suburbios de Bucarest, era algo especial, y siempre lo sería, si es que lo seguía siendo, habida cuenta de lo sucedido en el atentado de Madrid el 11-M.

La prensa de aquellos días de 1986 barajó después de la catástrofe de Chernobil la cifra de 2.000 muertes directas, a lo que habría que añadir el hecho de que unas 50.000 personas fueron evacuadas por el Gobierno ruso de las zonas limítrofes, por temor a las consecuencias. Unas consecuencias que, desgraciadamente, se dejarían sentir en los países vecinos, porque a los gases, como al aire, no se le pueden poner fronteras. La central producía plutonio para fines militares y energía eléctrica y una vez comenzada la catástrofe, la nube radiactiva comenzó a expandirse por cientos de kilómetros a la redonda, avanzando en diferentes direcciones.

Y Dimitri tuvo que venir al mundo en aquel fatídico año 1986 en los suburbios de la capital rumana, precisamente cuando los efectos de la honda expansiva de la catástrofe de Chernobil comenzaba a cebarse en el cuerpo de los inocentes. Eran aquellos unos días en los que según los datos del Instituto de Población dados a conocer estaba naciendo el habitante número 5.000 millones del planeta, y que posiblemente la cuna estaría situada en algún lugar del Tercer Mundo. Una cuna, la de Dimitri, mecida por restos de energía nuclear descontrolada, cuyas consecuencias acabarían haciendo mella en el cuerpo de la criatura siendo ya feto. La suerte estaba echada, y el niño rumano nació con deficiencias.

El resto de la historia para él fue el camino de la emigración, con el final de la dictadura comunista del Nicolae Ceaucescu, el dictador que gobernó Rumanía con mano de hierro durante 25 años, dentro de un Régimen comunista que se perpetuó a sí mismo a lo largo de cuatro décadas. Un hombre que no supo ni quiso asumir los cambios políticos que se avecinaban en el bloque comunista, y que empecinado en mantenerse en el poder dirigió en los últimos días de su gobierno una terrible represión contra su pueblo, cuyo cenit fueron los 4.000 muertos habidos en la ciudad de Timisoara.

Desde el primer momento de observación, la maestra llegó a la conclusión de que posiblemente el niño no había ido anteriormente nunca a la escuela en su Rumanía natal, a juzgar por sus conocimientos, cuando a estas alturas ya había cumplido los 12 años. Pero a su favor tenía una serie de cualidades que podían llenar a cualquier ser humano: era bueno, dócil, amable, obediente, a diferencia de tantos otros alumnos, españoles y extranjeros, y su debilidad física la suplía con creces con el esfuerzo de aprender, ir a más en España, su país de adopción, en el que decía encontrarse feliz. Preguntaba todo, agradecía la enseñanza poniendo esfuerzo en una existencia que desde antes de nacer le vino mal cuadrada. Poco a poco el alumno aprendió a leer y escribir en su colegio de Coslada poniendo todo su esfuerzo, pero necesitando más ayuda que otros niños.

Pasaron los años, la maestra perdió la pista de su niño rumano de Chernobil, y estando a punto de cumplir los 18 años, un nuevo aldabonazo sonó en la mente de aquella mujer dedicada a apoyar con sus conocimientos a los alumnos más necesitados del ámbito escolar. Un fatídico 11 de marzo Madrid se tiñó de sangre y muerte por obra de unos terroristas que sembraron la ciudad y sus alrededores de sangre, muerte, dolor y sufrimiento, segando vidas. Y el corredor de la muerte ferroviaria fue precisamente el del Henares, desde Alcalá hasta el corazón de la estación de Chamartín, por lo que Coslada, el pueblo de adopción de Dimitri, quedaba dentro de la zona siniestrada. La incertidumbre subió de tono cuando se supo que fueron precisamente los rumanos los más castigados por el atentado terrorista.

Dentro de todas las probabilidades posibles, la maestra española quería pensar lo mejor: posiblemente su antiguo alumno rumano se haya hecho ya un hombre y esté trabajando junto a su padre en cualquiera de las cientos de obras que coronan el cinturón industrial de Madrid, repletas de inmigrantes.

A Dimitri, el niño rumano de Chernobil, porque su maestra lo recuerda y el escriba da fe. Y a todos los niños del mundo afectados por estas catástrofes.

Conrado Granado Vecino.

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