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La ONU de playmobil por Jonás Fernández

Miércoles, 19 de enero de 2011

Tengo un amigo que asegura a menudo que en España no cabe un tonto más porque se caerían al mar. Anoche, viendo como sus señorías los senadores del Reino de España se lo pasaban pipa jugando a la ONU, no pude evitar pensar que mi amigo padece de un optimismo tenaz y compulsivo.

Y no es que el numerito no tuviera su gracia en algunos momentos. Observar al señor Anasagasti, por ejemplo, echar mano del pinganillo de la traducción simultánea para conseguir entender el discurso en vascuence de uno de sus secuaces del Peneuve, como si fuera uno de esos vulgares maquetos a los que solía vapulear don Sabino Arana, es espectáculo que no pude sino paladear con fruición y deleite, y que, por méritos propios, debería figurar en los anales de la historia del parlamentarismo español. Pero salvando estos intermitentes lapsos de solaz y lúdico esparcimiento, el penoso ejercicio de contemplar esa pamema en la que un diputado andaluz del Pepé o del Pesoe necesitaba de traductor para entender lo que decía otro diputado andaluz de la Entesa, no puede llevar sino a calificar la sesión de sencillamente ignominiosa, si no rayana en la astracanada en la que con tanta frecuencia suele caer la política española.

El Senado es una institución de utilidad dudosa en el diseño que el Constituyente pergeñó para el Poder Legislativo en España. La supremacía prácticamente absoluta del Congreso de los Diputados le deja, salvo alguna competencia residual, sin más razón de ser verificable ni aparente que la de permitir a unas cuantas docenas de políticos apoltronar sus orondos bullarengues en sus escaños para poder libar con glotonería del pezón ubérrimo del Presupuesto. Pero una cosa es pedirle al sufrido contribuyente que sufrague una institución manifiestamente baldía, que es algo a la que estamos acostumbrados los habitantes de esta España donde años ha que, para nuestra desgracia, venimos padeciendo la pertinaz avidez mamar de una pléyade de embajadores autonómicos, subsecretarios, asesores, concejales, jefes de gabinete, consejeros, secretarios de estado, directores generales, alcaldes, diputados provinciales, autonómicos, o de los otros, subdelegados de gobierno, cónsules, presidentes de organismos autónomos, agencias estatales, empresas públicas y otros variopintos chiringuitos, personal de confianza, correveidiles, chupamedias, especialistas en nada, técnicos en usufructo del Estado, ingenieros en arrumacos y cucamonas y demás variedades autóctonas de vividores y parásitos de la cosa pública en la que tan rica es la fauna que pace y pulula en los feraces y siempre próvidos pastizales del erario. Y otra muy distinta es despilfarrar éste en juegos florales a mayor gloria de los Anasagastis de turno.

La riqueza lingüística de España es un tesoro cultural que el Estado debe proteger, tal y como ordena nuestra Carta Magna, pero esta protección debe materializarse sin que suponga un lastre para el eficiente funcionamiento de nuestras instituciones. Y sobre todo, debe materializarse sin incurrir en dispendios tan superfluos. Despilfarros tan pomposos, que en tiempos de prosperidad resultarían indignantes, en momentos como los actuales, en los que se les pide a los ciudadanos un esfuerzo tras otro a fin de sacar a la maltrecha economía española del muladar en el que se encuentra inmersa, son simple y llanamente un insulto a las familias que tantos ajustes y sacrificios se están viendo obligadas a hacer. Y no me vale, como le he escuchado a algún gerifalte, el argumento de que trescientos sesenta mil euros al año, que es lo que cuesta la broma, es una cantidad irrisoria dentro de los gastos de las Cortes Generales. El problema no estriba tanto en que sean trescientos mil, treinta mil, tres mil o trescientos, como en que dilapidaciones tan inanes y pueriles no contribuyen sino a exaltar esa creciente desafección que la población siente hacia una clase política que vive en Matrix y cuyas prioridades parecen hallarse cada vez más alejadas de las del común de los mortales. Eso y que el personal no está ya para demasiadas zumbas.

JONÁS F. LEÓN

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