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La caída de Mubarak

A todos los capitostes de Occidente los dedos se les están haciendo huéspedes para saludar, con plácemes y norabuenas al pueblo egipcio, la caída del régimen de Mubarak y para, solemnes y unánimes como los cisnes de Rubén Darío, celebrar el inicio de un proceso de democratización del país. El cinismo y la hipocresía no conocen límites, muy especialmente en lo que a diplomacia y relaciones internacionales se refiere. Muchos de los que hoy tanto se felicitan por la caída del dictador son los mismos que, hasta la fecha, no habían movido un dedo por contribuir a su derrocamiento y, verbigracia, también son los mismos que, asustados por la victoria electoral del Frente Islámico de Salvación en Argelia, aplaudieron el golpe militar que cercenó la incipiente democracia en este país.

La política exterior está llena de paradojas de este tipo y es un terreno en que los ideales suelen ser barridos por el posibilismo. No cabe duda de que el Primer Mundo, ante el dilema moral de apoyar, aunque sea tibiamente, dictaduras aliadas de los intereses occidentales, o favorecer sistemas democráticos que puedan facilitar el acceso al poder a grupos no afectos, léase integristas islámicos, suele inclinarse por lo primero, aunque sea, por cubrir las apariencias, a través de un apoyo más tácito que explícito basado en el “laissez faire, laissez passer”, o sea, y hablando en plata, en hacerse el tonto y mirar para otro lado.

El melón que se está abriendo en el África mediterránea podrá, pues, ser recibido con fingido entusiasmo, pero lo que en realidad late en la comunidad internacional es una honda preocupación. En la Historia, no son precisamente escasas en número ni baladíes en significación las revoluciones que, so pretexto de un anhelo de mayores libertades, acabaron instaurando regímenes mucho más terribles que aquellos a los que derrocaron. No otro fue el fin de la Revolución Francesa, que, pese a que muchos parezcan pretender olvidarlo, terminó como terminó, o sea, en el Gran Terror y en la dictadura napoleónica; ni de la Revolución Rusa, que germinó al albor del deseo de desmantelar un sistema feudal para poner las bases de una democracia liberal, y que terminó construyendo el régimen más sanguinario, opresor y liberticida que la humanidad ha conocido; y, por supuesto, y ahí es donde más duele, por su cercanía en el tiempo, y por su semejanza con la situación actual, está el caso de la Revolución Iraní, que derrocó al Sha de Persia para acabar instalando al pirado del Ayatollah Jomeini.

La perspectiva de una “iranización” de Túnez y Egipto no puede ser tomada a broma. La falta de tradición democrática de estos países y la ausencia de partidos políticos propiamente dichos hacen que los únicos que cuentan con una infraestructura organizativa y con cierto arraigo popular de cara a unas supuestas elecciones sean, precisamente, los islamistas radicales. Su acceso al poder no es, por tanto, una posibilidad remota. Especialmente sangrante resulta el caso de Egipto, tanto por su mucho mayor tamaño y población, como por cuestiones geoestratégicas. Egipto controla el Canal de Suez, lo que significa aproximadamente que un veinte por ciento de todo el comercio mundial, y un porcentaje aun mayor, si hablamos de petróleo, cruza el territorio egipcio. Además, limita directamente con el territorio palestino de Gaza. Un presunto gobierno islamista en Egipto añadiría nuevas tensiones al ya precario equilibrio en Oriente Medio; podría convertirse, con relativa facilidad, en un infatigable suministrador de armas al terrorismo palestino, y disfrutaría de un arma poderosísima de presión internacional en caso de conflicto.

Celebremos, pues, que digno de celebrar es, que un dictador menos campe hoy por sus respetos en el mundo. No hay otra postura moralmente coherente con los principios democráticos. Pero tampoco echemos las campanas al vuelo. Quizá dentro de no mucho tiempo los mismos que hoy se congratulan con la caída de un dictador aplaudan un golpe para colocar otro de análogo jaez. Ojalá no. Sería una buena señal. Sobre todo para los egipcios.

Jonás Fernández León

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