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Un lugar en el mundo

Un lugar en el mundo

vDSC_0561Mi infancia no son recuerdos de un patio de Sevilla. Para eso hay que ser poeta y grande, y un servidor es prosaico y pequeño. Mi infancia son recuerdos de un barrio de Torrejoncillo, de límites imprecisos, pero cuyo contorno yo siempre ubiqué de acuerdo con mis zonas de juego predilectas: de la higuera de Monrobel al depósito de agua, del depósito a la ermita de San Sebastián, y de la ermita al pozo Morón. No sé. Supongo que es un deslinde tan arbitrario y tan válido como cualquier otro.

En mi infancia tampoco hubo un huerto claro donde maduraba el limonero. Para eso hay que ser grande y poeta, y un servidor, no sé si quedó claro, es pequeño y prosaico. Sí que recuerdo, con esa claridad que sólo imprimen las emociones en la memoria, un granado cuya fruta durante muchos años no maduró, porque los galopines del barrio, con ese irrefrenable impulso hacia el mal que tienen los niños, nos habíamos encargado de robarla cuando aún sus granos no eran más que lágrimas translúcidas e incomibles.

Para cualquier niño que hubiera marcado su lugar en el mundo de forma tan taxativa, entre la higuera, el depósito, la ermita y el pozo, con el granado en medio, la Velá de san Sebastián era la fiesta definitiva. Romerías y Encamisás eran sucesos grandilocuentes y desabridos, plagados de desconocidos que no te habían visto nunca comer tu pan con chocolate; que nunca te habían acusado de ensuciar con tu pelota su la fachada recién enjalbegada. La Velá era algo mucho más esencial, más austero, más íntimo; la pequeña fiesta de ese barrio y de otros circundantes donde todo resultaba mucho más familiar y emotivo.

He vuelto como cada año a la Velá de san Sebastián, y como cada año lo he hecho con la íntima y secreta esperanza de encontrarme con la magdalena de Proust, de resucitar la sensación de saberme en mi sitio, de reencontrarme con el niño que por unos años tan feliz fue entre la higuera, el depósito, la ermita y el pozo, con el granado en medio. Y quizá de pedirle que aproveche esos momentos en los que aún le interesan las cosas que de verdad son importantes en la vida: ser el primero en trepar a lo más alto de la pila de leña recién descargada; conseguir dar el mayor número de garrotazos a la hoguera antes de que el calor y la asfixia le obliguen a retirarse, con la nariz tiznada y los ojos llorosos, a remojar la porra de encina en el bidón; seguir robando, por la mera emoción de hacerlo, granadas verdes que tirar a la vuelta de la esquina. Porque el día en que dejen de importarle esas cosas el mundo dejará de ser un lugar pequeño y cálido, y se convertirá en algo mucho más grande, y más extraño, y todo comenzará a parecer más lejano, y más lúgubre, y más oscuro, y más amargo; porque ese día ya no sabrá donde está su lugar, y habrá comenzado el camino sin retorno que le convertirá en un animal huraño y misántropo, en uno de esos seres taciturnos y agrestes que llamamos adultos.

He vuelto a casa de la Velá como cada año, con un ligero halo de dulce y triste nostalgia, sintiéndome un poco más forastero de mí mismo. Quizá como Pablo en el poema veinte (“Nosotros. Los de entonces. Ya no somos los mismos”), o como Heráclito, ese extraño filósofo griego que no podía bañarse dos veces en el mismo río, porque ni el río ni él permanecían. Pensando que quizá Proust fuera un iluso y no existan magdalenas que permitan abstraerse del poder deletéreo del tiempo; que acaso no sea posible volver a saber de forma tan precisa dónde se encuentran los puntos cardinales de la existencia. O sí. Tal vez el año que viene.

Jonás Fernández Léon

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