
BAJO EL ÁRBOL SAGRADO
BAJO EL ÁRBOL SAGRADO
es llegar a la nieve
Murió un hombre de tierra, verde agosto.
Los olivos sintieron el temblor de los surcos.
La luna ensangrentada era augurio y tibieza.
Gastado, noctámbulo, cansado de este mundo,
había salido una noche a despedir los huertos,
a escuchar las lechuzas respirar en la niebla
y saldar con el viento su deuda de tristeza.
Él sabía que la muerte le aguardaba en los campos,
que los héroes no entienden de palabras ufanas
si prolonga la historia su nombre en la memoria.
Él sabía que la muerte le miraba de frente,
que un galope de sombras se acercaba despacio
y un latir de puñales en la aurora brillaba.
Fue un disparo amarillo con semillas de azufre,
una fiera venganza donde el odio fermenta
como nieve que pisa la verdad de los cuerpos.
Quiso dios que sus huesos abonasen los campos,
que el color de su sangre contagiase de bronce
los fértiles barbechos donde reza el olivo,
donde pierde su tacto la piel de la aceituna
y se pudren los sueños como versos cifrados.
Quiso dios que su nombre blandiese las esferas,
que su enorme estatura se elevase por siempre
impregnando los cielos donde las altas nubes,
donde el hombre conoce la verdad de su dicha
y la enorme falacia de una luz ya no nuestra.
Mucho tiempo después, contra los mudos cielos,
aún resuenan los perros gimiendo en la distancia,
los fusiles mortales con su espuma de siglos
anegando de ausencia los blancos olivares.
Gastado, noctámbulo, cansado de este mundo,
había salido una noche a despedir los huertos,
a observar las cosechas recoger la calima
que presagia una charca, y un barquero, y un sino.
El sabía que la muerte le aguardaba en los campos
con las hoces heladas y el rumor de los tilos,
con caballos de sombra y tambores violados
por el ruido que engendran bajo tierra las larvas.
Ya reposan sus muslos junto al árbol sagrado,
junto al tuétano vivo del aceite y la sangre,
ungido ya el sudario del dios y la leyenda.
Le enterraron allí, fue una noche de agosto.
Los olivos sintieron el temblor de los surcos.