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BAJO EL ÁRBOL SAGRADO

Federico García Lorca murió en 1936, a los 38 años de edad, joven aún, asesinado en Granada como consecuencias de las atroces persecuciones que se llevaron a cabo durante la Guerra Civil. Fue ejecutado, más que por sus ideas revolucionarias, por su marcada homosexualidad en una época que no admitía ovejas negras. Ser un claro exponente de la cultura suponía, al mismo tiempo, ser el blanco perfecto de todas las miradas. Cuentan algunos que antes de morir sufrió vejaciones de todo tipo, y que, finalmente, esa, junto con muchas otras razones que sus familiares han considerado, hace que estos sean reacios a desenterrar los restos del poeta. Lorca descansa en el barranco de Viznar, junto a los cuerpos de dos maestros republicanos que en estos días están siendo exhumados a petición de sus familiares. Federico García Lorca está considerado por mucho uno de los poetas y dramaturgos más universales de la literatura española. Hasta dónde hubiese sido capaz de llegar el poeta es una de las pregunta que siempre quedarán en el airé, aunque la respuesta, después de la completa obra que nos dejó en su corta vida, es más que evidente.

Hace ya más de un año escribí este poema en el que imaginaba las horas previas a la muerte del poeta, los miedos que le acompañaban, los paisajes que él mismo había soñado en vida. Ahí lo dejo para los lectores. Ojalá nunca hubiese tenido que escribirlo.

BAJO EL ÁRBOL SAGRADO

Equivocar el camino

es llegar a la nieve

F.G.Lorca

Murió un hombre de tierra, verde agosto.

Los olivos sintieron el temblor de los surcos.

La luna ensangrentada era augurio y tibieza.

Gastado, noctámbulo, cansado de este mundo,

había salido una noche a despedir los huertos,

a escuchar las lechuzas respirar en la niebla

y saldar con el viento su deuda de tristeza.

Él sabía que la muerte le aguardaba en los campos,

que los héroes no entienden de palabras ufanas

si prolonga la historia su nombre en la memoria.

Él sabía que la muerte le miraba de frente,

que un galope de sombras se acercaba despacio

y un latir de puñales en la aurora brillaba.

Fue un disparo amarillo con semillas de azufre,

una fiera venganza donde el odio fermenta

como nieve que pisa la verdad de los cuerpos.

Quiso dios que sus huesos abonasen los campos,

que el color de su sangre contagiase de bronce

los fértiles barbechos donde reza el olivo,

donde pierde su tacto la piel de la aceituna

y se pudren los sueños como versos cifrados.

Quiso dios que su nombre blandiese las esferas,

que su enorme estatura se elevase por siempre

impregnando los cielos donde las altas nubes,

donde el hombre conoce la verdad de su dicha

y la enorme falacia de una luz ya no nuestra.

Mucho tiempo después, contra los mudos cielos,

aún resuenan los perros gimiendo en la distancia,

los fusiles mortales con su espuma de siglos

anegando de ausencia los blancos olivares.

Gastado, noctámbulo, cansado de este mundo,

había salido una noche a despedir los huertos,

a observar las cosechas recoger la calima

que presagia una charca, y un barquero, y un sino.

El sabía que la muerte le aguardaba en los campos

con las hoces heladas y el rumor de los tilos,

con caballos de sombra y tambores violados

por el ruido que engendran bajo tierra las larvas.

Ya reposan sus muslos junto al árbol sagrado,

junto al tuétano vivo del aceite y la sangre,

ungido ya el sudario del dios y la leyenda.

Le enterraron allí, fue una noche de agosto.

Los olivos sintieron el temblor de los surcos.

Mario Lourtau López.
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