Aquellos días azules…
Hubo un tiempo en el que todo nos nombraba, como dice el cantor. Y es que en verdad, hubo un tiempo en el que cualquier cosa, por insignificante que fuera, nos ponía a las puertas mismas de la felicidad.
Hemos ido creciendo, como es ley de vida, y por el camino hemos ido perdiendo las miguitas de ilusión que llevábamos en los bolsillos. Nos hemos dejado abandonar por la luz de la infancia, por ese polvo de hadas que nos protegía y nos hacía echar raíces fuertes y profundas.
Dicen que estamos hechos de retazos de historias, pero en muchos casos, esas historias terminaron siendo resquebrajadas por el gigante implacable del tiempo.
No obstante, hay momentos sutiles y fugaces en los que nos creemos habitar de nuevo el paraíso perdido de la infancia. Y entonces vemos las manos de las abuelas desgranando las cuentas del rosario, percibimos el bisbiseo casi inentendible del ruegapornosotros de la letanía, nos detenemos en la labor del ganchillo y el movimiento hipnótico de los dedos tejiendo mares de soles que se desplegaban por camas y mesas camilla. Me sorprendo revolviendo en el fondo sin fondo de aquel costurero trenzado en mimbre, para encontrar un devocionario de hojas ajadas por el que mis ojos y mi leer de principiante disfrutan una y otra vez de aquellos pajaritos con los que obró el milagro el santo de Padua.
Yo misma, al escribir estas reflexiones, noto que se recomponen mis pedazos. Escribir es un ejercicio de kintsugi para rearmarnos por dentro y por fuera.
Ehtu era de sabel… así comenzaban todas y cada una de las historias, consejas, cuentos, fábulas…que nos contaban las juglaresas de nuestros años chicos, porque en la inmensa mayoría eran mujeres las contadoras de historias.
En el principio de los tiempos, Dios creó al hombre entre sus manos de alfarero, eso dicen los libros sagrados. A la mujer, debió concederle el don de contar historias, de ser la guardiana de la palabra y el pensamiento, de encerrar en esos relatos la memoria de la vida. Esto , es posible que no lo digan los libros sagrados , pero desde tiempos inmemoriales, han sido las mujeres las verdaderas contadoras de historias. Benditas las abuelas que tantos relatos tejieron entre las manos y el corazón.
Los cuentos, refranes, nanas, romances…que nos contaban las abuelas, nos sirvieron para colocar cada cosa en su sitio, nos permitieron afirmar que el mundo estaba bien hecho. El mundo se nos antojaba un lugar amable, madre amorosa que protegía nuestros anhelos.
Cuando somos chicos, hay veces en las que la felicidad es tan potente, que se nos olvida que existe el dolor. El infante ignora que, en todo momento de dicha, hay un resquicio por el que se cuela el miedo a perderla, a no saber reconstruirnos, a no saber recomponer los pedazos, a claudicar por el camino.
Es ahí, cuando llegan esos ciclones que nos descolocan, donde entran las historias que nos contaban nuestras abuelas una vez se mataba el polvo con el agua salpicada del cubo o la palangana, lo que estuviera más a mano. Y allí estaban, en medio del patio, las sillas de enea dispuestas para cuando llegaban los vecinos a tomar el fresco bajo la higuera y la noche que reventaba de estrellas, como un mar de leche el cielo de verano.
-¡Qué güena orilla s´a queau! Miral qué bien se vei el carru ehta nochi!
Y a partir de ahí, se hablaba de lo humano y lo divino, de la vaca que tuvo un parto difícil pero que el chotinu ya anda respingandu como si tal cosa, de la rengaílla desganchá de tanto doblarla sobre la tierra…de que Dios aprieta pero no ahoga, aunque muchas veces no mide bien las fuerzas, siempre les toca a los mismos el trago amargo. Y se oye como en sordina la canción de cuna que una madre le canta a un niño de teta medio dormido en su regazo.
Y sobre toda esa buena gente, a la que la noche cobija, se esparce la esperanza de que mañana será otro día, de que saldrá el sol de nuevo y en que hay que confiar en que las cosas se vayan enderezando.
Noches de cherriaera el frehcu que nos ponen un temblor en el alma. Noches que ahora tenemos la oportunidad de revivir con este proyecto de AUPEX: “Arte en la calle”.
Siempre podremos volver a esa silla gigante y a la Plazuela de San Sebastián para mirar hacia las estrellas y rescatar de la vieja caja de lata de la memoria, aquellas historias que nos permitan recobrar la ilusión de construir en comunidad un mundo más justo y humano.
Sección: Aquellas pequeñas cosas