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LOS PILARES DEL SENTIMIENTO II

“No busquéis Dauseda en los mapas físicos, ni tampoco os fiéis del parecido que este nombre pueda tener con algún topónimo que os resulte cercano. Os diré tan sólo, que Dauseda es un paraíso del alma donde sueñan las manzanas; tal vez sea Dauseda un paraíso que sólo existe en el alma del poeta que lo sueña o lo recuerda, aunque a través de estos versos , quiera el poeta, o el soñador, compartirlo con vosotros, mudos testigos de este sueño”

(Del prólogo al poemario Dauseda, Mª José Vergel, 2005)

Quiero tanto a este lugar, que no me ha quedado otro remedio que hacerlo asunto de mis versos. Ellos lo reinventaron como Dauseda, paraíso al que una y otra vez vuelvo mis pasos.

Ignoro el número de pilares literarios que tendré que ir levantando para conseguir que más tarde que nunca, se ponga remedio en los pilares arquitectónicos tan maltrechos.

Recuerdo como si fuera ayer, aquel domingo en que me encontré con que las vigas de mi escuela, luminosa y coqueta donde las haya, habían cedido. Sentí que algo también cedía en el alma, y lloré, lo confieso; y no soy yo de ir confesando mis debilidades, entre otras cosas, porque en este mundo nuestro campa a sus anchas la falta de sentimientos, y a más de uno le importará un bledo que se caiga la escuela de La Sauceda, pues total no lleva ya años cerrada. Pues, mire usted, casi tantos como tiene servidora, ¿y qué? A mí me duele el estado en que se encuentra hace ya más de tres años, y a muchos como a mí que pasamos allí los años azules de la infancia, que dijo el poeta.

Escribo estas palabras desde la desesperación y con un nudo en el alma, y es así literalmente. Los que en ella dejamos a resguardo un trocito de nuestra infancia, necesitamos volver a verla renacer, limpiarla de ruinas. Necesitamos volver a ver el sol entre sus ventanales, escuchar a las cigüeñas haciendo el “gazpacho”. Porque en ella quedaron los ecos de nuestras voces infantiles recitando las tablas de multiplicar, el chirriar de los pupitres de madera, la algarabía descontrolada a la hora de salir al recreo…y las canciones de comba, y nuestras risas y nuestros llantos inconsolables porque nuestra mejor amiga ya no nos “ajuntaba”…Y el consuelo de Dª Remi que podía con aquella turba de chiquillos, el más pequeño de cuatro años y los mayores, rayando ya una adolescencia difícil.

¡La de vivencias que hay encerradas entre los muros de mi escuela! Vivencias que hoy luchan por sobrevivir al abrazo fatal de la maleza y el olvido. Me niego a perder esas vivencias porque forman parte de mí, porque me conforman.

Hoy he vuelto a sentarme en el porche de la escuela, y de nuevo se me aguaron los ojos, y no sé por qué se me vino a la memoria aquel primer libro que Dª Remi me regaló el día de mi Primera Comunión. Era el Jardín Umbrío de Valle Inclán; un librito minúsculo, que casi me cabía en el puño, y que a mis ocho años devoré como si se hubiera tratado de la insulsa historia de Caperucita. Precisamente fue aquí, en el porche de la escuela donde mi maestra me lo entregó: “Para que te aficiones a leer y lo conserves siempre”. De que me sirvió para hacerme lectora convencida no les quepa duda, aún lo sigo siendo, pero desgraciadamente perdí aquel Jardín Umbrío entre las aguas de una riada…En fin, me queda el consuelo de que aquel libro tan querido fuera a parar al mar o que quedara enterrado en el lodo de la riada, en cuyo caso sé que aún vive en este paraíso que para mí es La Sauceda…

Perdonen, se me ha ido un poco el pensamiento, no sé el de ustedes, pero el mío a veces se torna sinuoso y me cuesta controlarlo.

Hay quién se pregunta si se puede querer tanto a un lugar. Algunos hasta piensan que la mía es una manera un tanto romántica y enfermiza de quererlo, están en su derecho, como yo estoy en el mío de quererlo como me de la santísima gana. No me puedo quedar impasible y dejar que este lugar vaya a la más completa de las ruinas. No puedo y lo que es más importante, no quiero. Y es así, utilizando las palabras como sé denunciar esto que les está pasando a estos parajes, que me está pasando a mí, puesto que formo parte de ellos. Porque este lugar es un paraíso que llevo adosado al alma, paraíso que nadie debería perder jamás…

Contemplo ahora los pilares derruidos, y en ellos hay algo de mis primeros sueños, de mis primeros juegos, de mis amigos primeros… y las manos blancas de mi madre que olían a pan recién hecho por las mañanas, y las coplas de mi padre mientras labraba…y los paseos clandestinos por la orilla del río y los zapatos mojados que nos delataban…y los primeros amores, los primeros miedos…los pies hundiéndose blandamente en la hojarasca de los chopos, la vereda hacia el río con su umbría de silencio, y los ojos cerrados para mejor sentir el borboteo del agua, el quedarme abobada contemplando la Casa de la Sirenas, por si algún día aquella mujer de melena rubia se dignaba a aparecer ante mis ojos…y el menear de cabeza de la abuela: “¡Ay, esta niña, Señor, qué imaginación tiene!”… Y el murmullo atronador de una tropa de negros escarabajos que toma sin piedad la higuera de la casa del abuelo, me tapo los oídos con fuerza, como cuando era niña…y los escarabajos se marchan.

Se está haciendo tarde. Pese a la inmensa tristeza que siento, se dibuja en mi rostro un escorzo de sonrisa. Son los cormoranes que pasan y van estirando la tarde fría de Enero con su vuelo plácido…igual que cuando era niña.

La Sauceda, 27 de Enero de 2008

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