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Resiliencia

Resiliencia

9 de marzo de 2017, un año después.

Lo cantaba, resignado y lacónico, el pastor que apacentaba cabras y endecasílabos: “Tanto penar para morirse uno”. De forma más florida, pero igual de estremecedora, nos recordaba el culterano que ineluctablemente acabaremos convertidos “en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada”. Alguna vez, ante la muerte de algún ser cercano, me he encontrado murmurando entre dientes estos versos funestos, que es una forma como otra cualquiera de deplorar que, bajo esta danza de soles y lunas, nos arrastremos sin otra certeza que la de saber que los ojos vacíos y atrabiliarios de la Muerte, esa vieja puta “fané y descangayada”, no dejen de mirarnos más que para mirar a aquellos que nos rodean.

Resulta desconcertante que los hombres, seres mayormente mezquinos, miserables y cobardes, seamos capaces de convivir con esta verdad inconcusa y perturbadora sin que su sombra se nos agarre al alma como una hiedra constrictora y espesa. Somos insignificantes motas de polvo con ínfulas en un rincón de un Universo indiferente y frío, que ni nos necesita ni siente el más mínimo interés por nosotros, y que, en un instante, cuando ya no estemos, seguirá su curso como si nunca hubiésemos existido, como si nunca hubiésemos importado, como si nunca hubiésemos reído, llorado, amado o sentido, como si nunca hubiéramos sido. De nuevo, lo expresaba mejor Juan Ramón: “Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando.”. Y a pesar de ello, aún conservamos la presencia de ánimo necesaria para seguir dejándonos las asaduras en nuestros afanes; para seguir bregando en quehaceres mundanos; para seguir soportando las dentelladas y vejámenes con los que nos obsequia esta jungla de asfalto sobre la que reptamos. Como si todo no fuese más que un absurdo intento de retrasar el triunfo inexorable de la termodinámica sobre la metafísica, de la entropía sobre la inteligencia.

No siempre. De vez en cuando algún ser esclarecido deja de contentarse con el consuelo fútil de los placeres efímeros, las supersticiones lenitivas y las pretensiones vanas. Y entonces, como el personaje de Kafka, se mira al espejo y se topa con un insecto intranscendente y nauseabundo. Y llega la desesperación, o quizá la lucidez, y con ella las ansias de dejar atrás las penas y la luz, y el disparo en la sien o el empacho de somníferos.

Los suicidas siempre han suscitado entre los demás una extraña fascinación y cierto ansia de imitación. Cuando Goethe publicó su “Werther”, el número de suicidios se multiplicó entre los jóvenes europeos, deseosos de emular a su protagonista. Yo creo que es porque la muerte voluntaria tiene una trágica grandeza de la que carecen la muerte por accidente, que siempre resulta estúpida e irracional, o la muerte natural, que es una forma pedestre y vulgar de abandonar estos páramos.

Además, sospecho que a un espíritu claro y elevado ha de resultarle especialmente difícil utilizar las armas con las que los mediocres engañamos al abatimiento: el humor, que permite reírse del insecto del espejo; el cinismo, que permite ignorarlo; la vanidad, que convierte al escarabajo gris en colorida mariposa. Sin humor, cinismo o vanidad, que no son sino formas de construir una alternativa platónica a una realidad angustiosa, el triunfo de la desesperanza llega tarde o temprano.

Quizá por ello, el suicidio siempre ha gozado de la dilección de los sabios y los ilustres: Cleopatra le ofreció el cuello al áspid; Sansón derrumbó el templo de Dagón sobre su cabeza al grito de “Muera yo con los filisteos”; Pitágoras se dejó morir de hambre; Heráclito se enterró en estiércol y se quedó observando impasible como lo devoraban los perros, que hay que tener las pelotas como pomelos; Empédocles se arrojó al cráter del Etna; Ferécides se dejó comer por los piojos, que es un suicidio ecológico, pero lento, y corre uno el riesgo de que se le pasen las ganas; a Ganivet, el padre putativo del noventa y ocho, le empezó a doler tanto España que tuvo que arrojarse a las aguas del Dwyna; Larra se descerrajó el pistoletazo de Werther; Hemingway, como era caza mayor, prefirió la escopeta; Sócrates bebió la cicuta y Séneca se cortó las venas, condenados ambos al suicidio forzoso, respectivamente, por el pueblo y por el tirano, que a veces son lo mismo.

Yo no tengo la costumbre de volver los ojos al cielo. Tengo para mí que, si existe un Dios, ha de tener cosas más importantes que hacer que ocuparse de nuestras miserias y desventuras. Pero si alguna vez lo hago, porque me ahogan el desasosiego y la zozobra de la autoconsciencia, sólo es para implorar que nunca me falten un poco de humor, una pizca de cinismo o una chispa de vanidad para mitigarlos. Y entretanto, me prometo que no volveré a leer a Kierkegaard.

Y pido una de bravas, que todo ayuda.

Jonás Fernández León

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