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LOS VIEJOS ROCKEROS NUNCA MUEREN

Como a las grandes citas ineludibles que sólo se dan cada cierto tiempo y que a todos nos reúne frente al televisor para vivir un acontecimiento único e irrepetible (llámese ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos, Mundial de fútbol, final de la Champions, de Operación Triunfo o incluso Boda Real), yo también asistí el sábado de las fiestas a la verbena que los Abedules amenizaron en la calle Lorenzo Díaz. Llegué antes de tiempo y la plazuela aún vestía calvas. Las primeras sillas ya marcaban el perímetro de lo que antes fuera el antiguo mercado y los más ancianos, acicalados con sus trajes de gala, guardaban con recelo el codiciado umbral o un sitio de privilegio para darle, más que al oído, al ojo. Podía leer la impaciencia en los rostros de alguno de ellos. Pasadas las doce de la noche las luces de los focos se encendieron. Todo estaba a punto. Arriba había estrellas y de vez en cuando soplaba una brisa ligera que salpicaba la plazuela de nostalgia. La noche estaba perfecta. No presté atención a ese viejo ceremonial con que Lalo solía poner a punto los micrófonos “Sí, sí… Probando…, probando… Sí”, pero a buen seguro que lo hizo. Lo que sí recuerdo es cómo subieron las escaleras con la misma disposición que el primer día, como si por ellos no hubiesen pasado los años. Luego, los miembros de la banda se posicionaron en sus consabidos lugares y abrieron el concierto con el tema que dio celebridad y un Oscar a J. L. Garci, el primero ganado por una película española. Las notas de “Volver a empezar” (“Begin the beguine” de Cole Porter) parecían brotar solas, como si los instrumentos, en lugar de haber dormido durante un año, conociesen de memoria cada acorde y ni siquiera hiciese falta que alguien los accionase. Venciendo el miedo primero a la vergüenza, al qué dirán, varias parejas decidieron romper el hielo y lanzarse a bailar sobre el asfalto. La noche avanzaba.

Después de cumplir con la barra que se había improvisado para la ocasión, mis amigos y yo regresamos a la pista. Una vez más volví a mirar al escenario, esta vez buscando los detalles. Un juego de luces obsoleto enmarcaba la escena, sobresaliendo por encima de los músicos, y dando la sensación de prolongar en mi memoria aquellas viejas fotos con los mismos actores que cuelgan para el recuerdo sobre las paredes de los bares de la localidad. Abajo, sobre la plataforma, la misma batería “Ludwig”, golpeada una y otra vez por el incombustible Paco, parecía no haber perdido del todo el ritmo del pasodoble. Por delante de él, también a la izquierda, Antonio sostenía, como si acunase a un niño, su antiguo bajo de madera barnizado en caoba, el viejo “Fender”. A la derecha, acomodado en un pequeño caballete, Pedro afinaba las riendas del teclado. Y, finalmente, en el centro, dominando las tablas, como si hubiese nacido sobre un escenario, Lalo mostraba su enorme naturalidad sacándole a su voz y a la guitarra “Gibson” lo mejor de sí. Ya abajo, las parejas bailaban sobre el firme igual que las peonzas de mi infancia. Algunos emigrantes de alta escuela demostraban lo aprendido en sus clases de danza en las ciudades y, en un alarde de giros imposibles y piruetas, superaban con nota la prueba para la que parecían haberse preparado todo un año. Antes de lo esperado sonó “Playa colorá” y los más nostálgicos pensaron en sus tiempos mozos, en los bailes del Pechín, en su primer amor…, tal vez el mismo con el que compartían pasos en esos momentos.

Desde abajo pensé si algo de aquellos tiempo era también mío, si, de algún modo, también me pertenecían esas canciones o, simplemente, en medio de todo aquel abanico de recuerdos, yo era un ser anacrónico, crecido en otros ritmos y otras tempestades. Lo cierto era que la música seguía sonando. De vez en cuando los instrumentos rechinaban y había que recurrir a la caja de mezclas. El cañón de voz que había caracterizado a Lalo durante muchos años, el pequeño ruiseñor que llevaba dentro, se había ido apagando como también le pasara a las deterioradas cuerdas vocales de Sabina. Tampoco los pulmones daban mucho más de sí y había que acortar la notas o recurrir a otros trucos que disimulasen la falta de ensayos, el poco engrase de un motor que no puede durar eternamente. Pensé también en los meritorios 30 años que llevaba la banda sobre los escenarios y me vino a la memoria, repentino, Mick Jagger y los suyos, los míticos Rolling Stones que aún sobrevivían inextinguibles como viejos dinosaurios del Cretácico. Sonó otro pasodoble. Volvió el filo de cuchillos a rechinar en mis dientes. Hasta ellos mismos eran conscientes de que en cualquier otro pueblo hubiesen sido motivo de algún que otro abucheo y comentarios. Pero en Torrejoncillo todo es perdonable, hasta el interminable repertorio de pasodobles que no daba paso a canciones más movidas y que yo esperaba como agua de mayo; “Hey tonight” , “Cuidado con paloma”, “Tírate de la moto”. Solo se escuchaba algún bolero, alguna salsa, etc, poco más en la primera hora y media. No sé si más tarde sonaron estos clásicos.

Antes de marcharnos me pregunté si realmente valía la pena seguir tocando después de haber vivido años gloriosos, de éxitos y reconocimientos musicales, de estar en la cima, y si no hubiese sido mejor dejarlo mucho antes, cuando estás en lo más alto y nadie exige respuestas a la música. Luego valoré el mérito que tenía seguir tocando juntos, voluntariamente, año tras año, prolongando el mito hasta leyenda: “No tocan para un pueblo -me dije- sino para la ilusión de un pueblo, para hacerles felices”.

Decidimos abandonar la verbena cuando el viento de nostalgia soplaba más fuerte y los recuerdos inundaban la plazuela de viejos fantasmas. “Nuestra generación es una de las últimas que realmente creció con los Abedules”, le comenté a una amiga antes de marcharnos. Ella asintió, y todos decidimos caminar hacia “el sonido”, (último nombre acuñado a la Madrila). Rompimos la barrera de “el sonido” y, como aquel que se adentra en un tiempo distinto, entramos en los bares para vivir una realidad mucho más cercana a nuestros años.

Aquella misma noche, ya a las siete de la mañana, me fui a acostar con “Los micrófonos” de Tata Golosa clavados en el tímpano y tal vez con la pena de no haber podido escuchar en la verbena el más mítico tema en inglés de los Abedules. A la mañana siguiente, sin yo esperarlo, alguien había puesto en casa el CD de los Abedules, y los acordes de “Hey tonight” sonaban repartiendo decibelios. Aún con la resaca de la última noche, sonreí, y me acordé del famoso cuento de Augusto Monterroso, el más corto del mundo, que, paradójicamente, me hizo pensar que los viejos roqueros nunca mueren: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.

Mario Lourtau

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